Según el estudio: Tolima, análisis de conflictividades y construcción de paz, cientos de tolimenses que han tenido que abandonar sus hogares por el conflicto armado, llegan a Bogotá a trabajar como coteros en las plazas de mercado de Corabastos, Paloquemao y El Restrepo. Para muchos de ellos ha sido complejo adaptar su vida del campo al trajín diario de la vida citadina.
Jéfferson, Pedro, José, Víctor Manuel y Jhon Jairo hacen parte del 43.6% de hombres ocupados en la informalidad, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Estas son sus historias:
A las afueras de la plaza, en el pasillo de la entrada uno, se ubican más de veinte puestos de mercado, la mitad de solo fruta y las demás de vegetales, papa y yuca.
Corabastos: Jéfferson Steven Montoya y Pedro Mora
Jéfferson Montoya y Alberto, su padre, llegan a la central mayorista de mercado Corabastos a media noche. Van a trabajar en la bodega asignada para la papa: la número 13. A los 16 años, Jefferson comenzó a trabajar en las plazas de mercado una vez se graduó del colegio para ayudar económicamente a sus padres. Había ganado media beca para estudiar Ingeniería Civil, pero la oportunidad se esfumó.
Sin embargo, decidió seguir trabajando allí porque ha podido comprar una casa y un carro. “Yo me traje a Jéfferson para que viera cómo me tocaba trabajar, nunca pensé que le iba quedar gustando”, dice Albeiro, su padre. Demostró habilidad en la carga y descarga de bultos y, reconoce, adaptarse a los horarios no fue nada fácil. Trabaja con disciplina para sacar a su hija adelante.
Cuando Jéfferson cumplió 3 años como cotero, Yeison Puentes, administrador de un local de papa, le hizo una propuesta: ser vendedor en su local. Aceptó sin dudarlo. Desde entonces, dice, todo mejoró. Al tener un contrato pudo obtener beneficios que no tenía como cotero: salario fijo, seguro médico, pensión, prestaciones de servicios, todo lo que un trabajador debe tener.
Trabajadores como Pedro Mora, que ha pasado 40 años de su vida trabajando en Corabastos como cotero, no han podido acceder a esos beneficios. Todos los días trabaja desde las 5 a.m. hasta las 12 m. Con su zorra, su lazo y su trapo, carga desde 5 hasta 80 arrobas diarias [una arroba equivale a 11.3 kilogramos].
Cada que termina su turno de trabajo, don Pedro lleva la zorra a guardar al frente de la salida número cinco, allí le cobran dos mil pesos cada día.
En 1963 Pedro y María Suárez, su esposa, preocupados y asustados por la situación que su pueblo estaba pasando, decidieron coger camino para Bogotá en busca de nuevas oportunidades. “Pedro me dijo que cogiéramos para Bogotá, que él podía trabajar en lo que le saliera y que me mantendría. Como yo siempre he confiado en él, sin pensar, le dije que sí”, cuenta María, sin soltar la mano de su esposo. Les llevó meses acoplarse: los carros, edificios y la cantidad de gente que veían era sorprendente para ellos. En su pueblo solo veían bicicletas y algunas personas caminando.
El esfuerzo que han hecho por salir adelante parece nunca ser suficiente. A diario, Pedro recorre más de 30 bodegas y carga más de 5 arrobas. En las noches, el dolor que siente en la columna y la pierna derecha no lo deja dormir.
Con casi 60 años de edad, Pedro sigue trabajando con disciplina: no es excusa que el trabajo sea muy pesado ni que sus dolores se agudicen. Cuando siente que no puede cargar tanto peso, le pide ayuda a uno de sus amigos. “Una vez llevaba bultos de zanahoria, eran muchos, y todos se me iban cayendo por el camino, yo nunca me di cuenta, hasta que tres compañeros me gritaron para avisarme y me ayudaron a recoger todo”, dice Pedro entre risas.
A pesar de que su calidad de vida no mejoró mucho, los esposos Mora agradecen poder vivir con lo justo y el amor que aún los une. “La unión que tiene esa familia es impresionante, uno siempre los ve juntos, si un hijo no puede venir, llegan los otros, pero siempre hay alguien en la casa de don Pedro”, dice Alberto Durán, su vecino.
Paloquemao, una oportunidad que les dio la vida: Víctor Manuel Puertas y José Barrera
Es una mañana helada en la plaza de mercado de Paloquemao. Víctor Puertas, sonriente, de 72 años y baja estatura, se prepara para cargar bultos de alimentos. Su entrega a este trabajo se debe a las situaciones por las que ha tenido que pasar desde su niñez. Con 13 años tuvo que dejar sus estudios y empezar a trabajar como recolector de café y a cosechar maíz, frijol, plátano, yuca y papa. Cada día recuerda con nostalgia el momento en el que por culpa de un desastre natural perdió por mucho tiempo a su familia.
El domingo 11 de noviembre del 1985, Víctor Manuel tuvo una discusión con su cuñado y decidió ir a coger café, en la cordillera oriental, sin decir una sola palabra. El 13 de noviembre, mientras todos dormían, se desató una avalancha de barro que arrasó con Armero, en el departamento del Tolima. Víctor se enteró de la tragedia un día después de que ocurriera. Fue a buscar a su familia pero no encontró más que lodo.
Llegó a Bogotá con la esperanza de mejorar su vida. Inició como ayudante de construcción, pero este empleo no fue suficiente para sobrevivir económicamente en la capital. Con la ayuda de un amigo pudo ingresar como cotero de la plaza de mercado Paloquemao. Desde hace nueve años, cada día a las cuatro de la mañana, Víctor empieza su rutina: “Me levanto, desayuno en mi piecita, hago agua de panela, huevos pericos, y cuando hay, como pan.” Su labor cargando y descargando bultos comienza a eso de las 5:15 a.m. y termina a las 11:30 a.m.
Un día cualquiera, mientras Víctor trabajaba en la plaza, sintió que alguien tocó su hombro. Al darse vuelta, se encontró con el rostro de su hijo mayor: Víctor Manuel. Entre abrazos y lágrimas, padre e hijo agradecieron a la vida por su reencuentro 32 años después de la tragedia que causó su separación.
Víctor Manuel encontró a su padre por medio de José María Barrera, quien trabaja cuidando carros en la plaza y quien, a su vez, es amigo de Víctor Manuel papá. Víctor siempre quiso encontrar a su padre, ya que, según él, siempre supo dentro de sí que estaba vivo, aunque los sobrevivientes de la tragedia de Armero aseguraron haberlo visto ahogándose en la avalancha. “Yo le agradezco mucho a don Rasguño, porque por él pude encontrar a mi papá, y a Dios, principalmente, porque yo nunca perdí la esperanza de que el cuchito estuviera vivo”.
A diario, Víctor recorre los pasillos de la plaza de Paloquemao, ya sea para organizar los bultos, hacer mandados o lo que le salga. Así es como obtiene algunos pesos.
José María, conocido como ‘Rasguño’, trabajó como cotero 15 años en la plaza de Paloquemao. Llegó allí, al igual que Víctor, en busca de mejores oportunidades. Antes de trabajar en la plaza, José hizo parte del frente 49 y 54 de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). “Yo me vi obligado a matar hasta animales, y desde la primera vez que lo hice, le perdí el miedo. Perdí la cuenta de cuántos maté”, recuerda José con voz de resignación. Cuando decidió desmovilizarse, tuvo que esperar un año para poder retirarse e ir a buscar a su familia en Bogotá.
Desde el día que llegó a la capital, José decidió buscar un trabajo que le permitiera ganarse la vida sin quitársela a los demás. Pasaron 13 años y el estado de salud de José se fue deteriorando, su cuerpo estaba cansado de cargar tanto peso y no pudo más. Al no tener acceso a un seguro médico, decidió cuidar de su salud él mismo y se retiró. Ángela Agudelo, abogada especialista en accidentes de trabajo, hizo un estudio en el que se reveló que, en Colombia, 44 personas mueren cada mes por accidentes de trabajo que no son reconocidos por las empresas, porque a los empleados, al no tener un contrato, no se les reconoce como tal.
Un cotero gana poco dinero. En ocasiones, Víctor ha ganado $5.000 al día por cargar 15 arrobas. No obstante, Víctor nunca se ha atrasado con el pago del alquiler del lugar donde vive. Prefiere pagar cumplido aunque no pueda comer un día.
A pesar de todo, sigue aferrado a su trabajo, incluso por encima de su salud. Su pierna derecha se está quedando sin fuerza. “No me puedo salir de trabajar porque entonces quién me va a pagar la vivienda, por más que duela la pierna tengo que esforzarme, porque a mi nadie me ayuda”. Según el artículo Valor de un cotero de Calaméo, los coteros son personas con un trabajo informal que no tienen identidad en la plaza de mercado y, si ellos son víctimas de un accidente o se enferman, no habrá alguien que los respalde ante la ley. Lo único que pueden hacer es comprar un carné de ‘riesgos profesionales’ para recibir atención médica en caso de emergencia.
Víctor sueña con volver a vivir con Mercedes Acosta, quien fue su esposa. Ella aún vive en el Tolima, y Víctor no puede dejar su trabajo, es el único ingreso que tiene y, asegura, en ninguna otra parte le van a dar trabajo por su edad. Además, lo que hace sentir a Víctor tan bien en la plaza, son sus amigos. Durante su niñez y adolescencia fue un niño que se formó “muy alejado del mundo real, era un niño que solo se podía relacionar con las vacas o las matas de algodón en Armero, nunca tuve amistad con ningún niño”.
Dagoberto Ramírez es uno de los mejores amigos que tiene Víctor. Ayuda a Víctor cuando su pierna no le permite trabajar. Dagoberto trabaja en la plaza hace más de 16 años. También es tolimense y llegó a Bogotá con el sueño de estudiar y ser licenciado en matemáticas. Necesitaba dinero para poder costear su carrera y su trabajo como cotero no era suficiente. Ahorró desde el primer día en el que entró a trabajar a la plaza, decidió contar el dinero que había sumado por años y su compañero de habitación había desaparecido con él.
A don José no le puede faltar su cajetilla de cigarrillos todos los días, es lo que lo mantiene con energía para seguir con su trabajo hasta la noche.
Restrepo: John Jairo Alzate*
Llegó a la plaza de El Restrepo, hace dos años, aproximadamente, por medio de una fundación para personas con problemas de adicción al alcohol o a las drogas. A los siete años debía cuidar de sus tres hermanos mientras su mamá iba a trabajar y su papá se quedaba en casa atiborrándose de licor. En ese contexto, sumado a la violencia intrafamiliar, “yo empecé con el basuco, porque me lo dio un parcero de la calle. Después probé la heroína y esa se convirtió en mi favorita, es la droga que me hacía olvidar los malos momentos”. Cuando John cumplió 15 años se fue de su casa y vivió en las calles de Venadillo, Tolima.
Seis años después, Alzate sufrió una intoxicación por sobredosis y por poco pierde su vida. Su madre y hermanos lo visitaron en el hospital y, en cuanto tuvo el alta, lo llevaron a su casa en Mosquera, Cundinamarca. Allí conoció a una mujer que estaba sumida en las drogas y tuvo una recaída.
Cinco meses después esperaba su primer hijo. De nuevo vivía en las calles y comía, junto con su mujer, la comida que recibía de los transeúntes. Una mañana, el hermano de John Jairo vio el estado de la madre de su sobrino y decidió emplear a su hermano en una pequeña empresa que había iniciado, ahí entraría como operador de maquinaria pesada, y con ese trabajo, podría darle una mejor vida al hijo que esperaba.
Alzate, a pesar de tener un trabajo estable, no se conformaba y continuaba consumiendo droga. Tuvo su segundo hijo, se separó de su pareja y renunció a su labor en la empresa de su hermano, y desde ese momento no volvió a ver a sus hijos. Al transcurrir varios años, Jhon Jairo ingresó a la fundación por la cual hoy en día trabaja en la plaza Restrepo.
Otra de sus funciones en la plaza es pelar la fruta que la señora Isaura tiene para guardarlas en bolsas y venderlas listas para comer.
A diario llega a trabajar a las 10 a.m. Descarga camiones, hace mandados, organiza los puestos de mercado, “hago lo que me salga, cualquier pesito que me den me sirve para pagar la pieza y para tomarme mis cervecitas”, cuenta John Jairo mirando al suelo y con sus manos inquietas.
A las 7:00 p.m. termina su turno y sin falta va a una cantina cerca de donde vive y permanece allí hasta las 11 p.m., en ocasiones hasta la madrugada.
Cada día Alzate recuerda la última vez que vio a sus hijos, y al hacerlo, sus ojos se llenan de lágrimas. Si bien, reconoce, fue él quien decidió alejarse, desea vivir algún día con ellos. Agradece por su trabajo, pero le gustaría poder obtener más ingresos. Gana 20.000 pesos diarios, debe usar 7.000 para pagar el arriendo y el resto lo gasta en drogas y trago.
Isaura, una mujer que trabaja en la plaza de mercado, es quien le da de comer a diario. “Cuando Jhon Jairo llega le doy de lo que vendo. A veces mangos o naranjas para que baje la resaca con la que llega todos los días. También le doy leche y bocadillo para que se recupere y empiece a alzar esos bultos con fuerza y ganas”. John Jairo carga 60 kilos por bulto y puede alzar dos a la vez. Es un hombre fuerte a pesar de su delgadez.
*El nombre del protagonista de la plaza de mercado El Restrepo ha sido modificado por petición de él.