La violencia se ha disparado en la capital de Norte de Santander, una ciudad que además se volvió el lugar más peligroso para ejercer el periodismo en Colombia. Las amenazas son constantes y el ambiente no solo para la prensa, sino para toda la población es de miedo, zozobra y autocensura. Ahí operan unos 20 grupos de distinto tamaño y poder.
Parece que nadie está a salvo en Cúcuta, Norte de Santander.
En abril un sicario asesinó a Jaime Vásquez, una voz de denuncia referente en Cúcuta, que investigaba hechos de corrupción y los divulgaba en sus redes sociales y en programas periodísticos. En mayo, por medio de un panfleto firmado por la banda Los AK 47, fueron declarados como “objetivo militar” los periodistas de radio, televisión, redes sociales y cualquier persona “que hable o comente” de la organización y que publique o difunda información en su contra. También incluyeron como “objetivo prioritario de alto valor” al alcalde de Cúcuta, Jorge Acevedo, a su secretario de Seguridad y al comandante de Policía. En junio, en otro panfleto, el grupo que se autodenomina Tren de Aragua y dice “manda en la frontera” con Venezuela, identificó con nombre y apellido a siete periodistas y les advirtió que “dejen de estar metiendo sus narices donde no les importa”.
Tanto el asesinato de Vásquez —que quedó grabado en video porque ocurrió en un comercio de la ciudad a donde el sicario entró para disparar— como los panfletos, se compartieron en grupos de WhatsApp y en redes sociales como Facebook, principales plataformas donde circula la información, y generaron preguntas y miedo.
Uno de los periodistas testigo del “revuelo” que causó en WhatsApp el primer panfleto, el de Los AK-47, dice que hicieron preguntas como estas: ¿Qué llevó a esa amenaza general contra las periodistas? ¿Por qué meten a periodistas, comandante de la Policía, secretario de Seguridad y Alcalde en el mismo documento? ¿Quién está detrás de esas amenazas? ¿Quién puso a circular ese panfleto?
Las autoridades no pudieron confirmar la autenticidad del documento y nadie tuvo respuestas a esas preguntas, pero la incertidumbre y el miedo estaban sembrados, y aumentaron luego de que comenzaran a circular videos de hombres armados con ropa negra y pasamontañas, identificándose como miembros de Los AK 47, que negaban ser los responsables de las amenazas aunque advertían de una guerra entre bandas en la ciudad.
El coronel William Quintero, comandante de la Policía en Cúcuta, una ciudad de unos 800 mil habitantes, solo respondió —ante la consulta de un periodista— que estaban trabajando “con inteligencia para ver quiénes aparecen” en el video. “Dentro de poco tendremos buenos resultados”, dijo, pero no se volvió a hablar del tema.
La intranquilidad entre la prensa crece, sobre todo desde el asesinato de Jaime Vásquez, veedor ciudadano y un personaje conocido en la ciudad por sus denuncias de corrupción, irregularidades y pactos entre políticos y mafiosos. La Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) reconoció en un comunicado que ese homicidio tuvo un “efecto inhibidor sobre el ejercicio periodístico local, pues algunos periodistas han asegurado que no continuarán investigaciones como las que Vásquez estaba realizando, por temor a posibles represalias”.
El crimen fue un mensaje claro para quienes investigan temas de corrupción, tráfico de drogas, grupos armados ilegales, bandas criminales y delincuenciales. “Quien se atreva a hacerlo, se cuelga una lápida en el cuello”, dice uno de los periodistas amenazados que prefirió no ser identificado por seguridad.
Este clima ha llevado a muchos periodistas a autocensurarse y a evitar temas “duros”. Ahora prefieren hablar de las problemáticas de barrios: vías en malas condiciones, abandono de espacios deportivos o recreativos, y asuntos similares que no los pongan en riesgo.
“Yo prefiero seguir disfrutando de lo bella que es la vida y por eso dejé de indagar por esos temas de corrupción”, dice otro de los periodistas que hoy se siente amenazado. “Hacer un buen periodismo en Cúcuta no se puede. Lo mejor es hablar de temas de barrios, deportes o farándula”, aseguró otro periodista digital, que también pidió no ser identificado.
La presión aumenta porque los periodistas reciben frecuentemente llamadas, mensajes y videos de presuntos integrantes de diferentes bandas para que publiquen sus contenidos: imágenes y audios amenazantes, y advertencias sobre una guerra por el control de las rentas criminales como extorsiones o tráfico local de drogas. Los videos de hombres armados, con sus rostros tapados y amenazando a la población y a periodistas son comunes.
“Es un día a día complejo; los periodistas se sienten muchas veces entre la espada y la pared, recibiendo diariamente o cada tanto mensajes por WhatsApp de quienes dicen ser actores armados, pidiéndoles que publiquen notas o bajen contenidos”, cuenta Daniel Chaparro, asesor de dirección en la FLIP, y quien en los últimos meses ha viajado a Cúcuta para documentar la violencia contra periodistas. “Es la ciudad más peligrosa para ejercer el periodismo en Colombia en el 2024”, afirma. Incluso por encima de Bogotá que aunque tiene más casos reportados (82) tiene peores indicadores en cuanto a la “gravedad de los hechos” y “a la garantías para realizar denuncias”.
Entre el 1 de enero y el 31 de julio de este año, la FLIP ha documentado 32 agresiones a periodistas en Cúcuta, un aumento significativo en comparación con las cifras de 2023 cuando se registraron 13 casos. En Norte de Santander las agresiones suman 36, y le siguen Antioquia (33) y Arauca (25).
En Cúcuta, entre las agresiones, la mayoría corresponde a amenazas, acoso, obstrucciones al trabajo periodístico. Respecto a quienes podrían estar detrás de las agresiones se sabe que son bandas criminales (en ocho casos) y funcionarios públicos (en 10), pero también hay un alto número (10), con origen desconocido.
“Esas amenazas sin rostro, sin identificar, alimentan ese clima de hostilidad, de zozobra y de miedo, en el cual los periodistas están haciendo su labor día a día”, añade Chaparro.
Actualmente, en Cúcuta, al menos cinco periodistas cuentan con esquemas de seguridad de la Unidad Nacional de Protección (UNP), pero son insuficientes. “Nos preocupa que falta protección para periodistas que han recibido estas amenazas. No todos cuentan con esquemas de protección y no todos los esquemas de protección están acorde al nivel de riesgo que estamos identificando en la ciudad”, señala el asesor de la FLIP.
Cúcuta es una de las 50 ciudades más violentas del mundo
La violencia en Cúcuta no solo la padecen los periodistas. Los asesinatos, las extorsiones, las desapariciones han aumentado y preocupan. Hace unas semanas, 50 organizaciones de la sociedad civil lanzaron un #SOSHumanitario por la violencia “desbordada” que vive Cúcuta y el área metropolitana.
En 2024, hasta el pasado 6 de agosto, se registraron 168 asesinatos en Cúcuta, 9 más que el mismo periodo del año anterior, según datos de la Policía. En 2023, la ciudad ya estaba en la lista de las 50 más violentas del mundo de la ONG mexicana Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, reconocida en la región porque cada año divulga este ranking. Cúcuta aparece en el puesto 43, con 369 homicidios y una tasa de 33,8 por cada 100 mil habitantes. Otras ciudades colombianas incluidas en el ranking son: Buenaventura, Sincelejo, Cali, Santa Marta, Cartagena y Barranquilla.
Para este reportaje hablamos con cuatro periodistas, dos funcionarios de la Fiscalía y tres oficiales de Policía, quienes accedieron a hablar, pero protegiendo su identidad por miedo a represalias. En el caso de los funcionarios públicos pidieron la reserva de su identidad porque aunque manejan la información no están autorizados a dar versiones oficiales ante medios o por temas de seguridad.
Lo que preocupa en Cúcuta también son otros delitos como la extorsión y el alto número de grupos operando. En el informe ‘Mapa del Delito: inventario de organizaciones delincuenciales en aglomeraciones urbanas en 2023’, la Fundación Paz y Reconciliación (PARES) identificó 20 organizaciones que hacen presencia y tienen injerencia en la regulación de los mercados de la criminalidad y el control social y territorial en Cúcuta. Entre ellas, hay grupos más grandes como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el llamado Clan del Golfo y la disidencia del Frente 33 de las antiguas FARC; pero también están bandas como Los AK 47 y Los Porras —cuyos líderes dan órdenes desde la cárcel— y otras “11 estructuras criminales que tienen un alcance barrial”, señala el estudio de PARES. La Policía y la Fiscalía indican que sus informes de inteligencia dan cuenta de muchos más grupos, unos más violentos y visibles que otros.
El informe de PARES señala que existe una “dinámica criminal descentralizada y atomizada” y que la violencia responde a “una disputa urbana por el control del microtráfico y las ganancias ilícitas, donde diversas organizaciones criminales han tenido un papel destacado, influyendo en las dinámicas de seguridad y violencia, con un énfasis en la incidencia del homicidio y la extorsión”.
A estos grupos se suma la banda transnacional Tren de Aragua, que opera en Venezuela, en la zona fronteriza con Colombia y en otras ciudades e incluso en otros países de Sudamérica, como Ecuador, Chile o Perú. Según información de la Policía, este grupo apareció en esta zona de frontera desde 2017 y actualmente tiene su centro de operaciones en el barrio La Parada del municipio de Villa del Rosario, muy cercano a Cúcuta (a menos de 10 kilómetros), y sus tentáculos llegan a estructuras como Los AK 47 y Los Porras.
Más allá de las bandas y el microtráfico
“Cúcuta, como otras ciudades en el país, evidencia ciertas dinámicas criminales que vendrían ligadas a lo que pasa en el Catatumbo (enclave de cultivos de coca) y por la cercanía con la frontera con Venezuela, donde confluye la extorsión, la venta de drogas, secuestros, la trata de personas e instrumentalización de población migrante, que termina constituyéndose como un negocio rentable para esos grupos”, explica Isaac Morales, coordinador de la línea de Convivencia y Seguridad Ciudadana de PARES.
Para Enrique Pertuz, director de la Corporación Red Departamental de Defensores de Derechos Humanos, el problema no son solo los grupos ilegales. “Detrás de esas organizaciones criminales hay manos muy poderosas que están alimentando ese monstruo. Hay policías, políticos y otros personajes corruptos”, señala. “Las autoridades toman medidas que no resuelven absolutamente nada, son solo medidas mediáticas que buscan calmar momentáneamente las cosas. Si la solución fuera solo aumentar el pie de fuerza, créame que en el Catatumbo habría paz, pues allá a cada rato llegan tropas militares y no pasa nada. Todo es un saludo a la bandera”, se lamenta.
También descarta que buena parte de la violencia se relacione con el microtráfico. “Acá hay una situación socioeconómica muy profunda, que genera todo esto, pues la oferta de empleo es baja, la informalidad muy alta, además, a los jóvenes no les brindan oportunidades sociales, culturales ni deportivas y de la educación estamos más grave, pues la deserción escolar es muy alta”, dice Pertuz.
A finales de julio, el ministro de Defensa Iván Velásquez participó en un Consejo de Seguridad con autoridades de la región. Ahí destacó que gracias al trabajo articulado de la fuerza pública, las autoridades locales y la Fiscalía, casi la totalidad de los delitos había disminuido aunque reconoció que “el homicidio en el semestre venía en aumento”.
Las nuevas caras de los armados
Las amenazas en Cúcuta están dirigidas a periodistas, empresarios, población civil, políticos y hasta el comandante de la Policía Metropolitana, lo que muestra que las bandas no le temen a nada ni a nadie, y que buscan el control de la ciudad e implantar la ley del silencio.
“Lo que vemos hoy no sucedía antes y es que las organizaciones criminales que hay en estos momentos no tienen una jerarquía ni respetan los mandos; entre ellos mismos se matan para tener el poder. Hay una desorganización que ni las autoridades la entienden. Acá estamos a merced de esas organizaciones criminales”, dice Pertuz.
Un panorama diferente en una ciudad donde la violencia está arraigada desde hace más de 30 años. Antes de la década del 2000, cuando se dio la arremetida paramilitar, la guerrilla del ELN, principalmente, dominaba diferentes zonas de la ciudad, como la ciudadela Juan Atalaya o el extremo norte. Para 1999, las extintas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ingresaron a Norte de Santander y comenzó la violencia que se extendió por cinco años, hasta su desmovilización en una finca de Tibú. Los paramilitares en Cúcuta y el área metropolitana dejaron una huella aterradora: los muertos diarios podían llegar a ser más de 30. Las desapariciones y los desplazamientos fueron numerosos.
Luego de diciembre de 2004, con la desmovilización de los paras, el panorama criminal cambió, surgieron diversas bandas criminales y volvieron el ELN y las FARC.
Hoy, entre las organizaciones criminales más visibles están Los AK 47 y Los Porras, que se dedican a la venta local de drogas, extorsiones y homicidios. “Entre esas dos organizaciones se podría contar más de 400 homicidios en los últimos cuatro años. Sus integrantes son sanguinarios, no le temen a nada y se hacen matar para defender el microtráfico. Ellas tienen un ‘ejército’ de expendedores de drogas y sicarios”, cuenta una fuente de la Fiscalía que pidió cuidar su identidad.
Según cifras que maneja la Policía en sus investigaciones, cada una de estas bandas puede ganar semanalmente entre 80 y 100 millones de pesos, por la venta de estupefacientes y extorsión.
“La guerra que hay en Cúcuta es por el control del territorio por esas rentas criminales. Por eso venimos adelantando un trabajo articulado con Fiscalía para golpearlas y acabar con ellos. Constantemente estamos capturando a sus integrantes y las cifras que tenemos nos indican que gracias a esas capturas hemos disminuido la extorsión”, señala el coronel William Quintero.
Pero las acciones de las autoridades son vistas como insuficientes mientras las bandas buscan alianzas —como pasó este año con Los AK47 y Los Porras—, o nacen nuevos grupos. “Hay miembros que se han salido para organizar otras bandas que hoy se conocerían como ‘Pepino’ o ‘Los X’, que son recientes” porque tiene pocos meses de creadas, nos comentó una fuente de inteligencia policial.
Los AK47 o Los Alemanes —según información de la Fiscalía y Policía— son un tentáculo del Tren de Aragua. El venezolano Jhoswar Saúl Hernández Sanabria, conocido como ‘S’ o ‘Saúl’ es el líder. “Él delinquió durante un año con esa banda transnacional, que tiene su origen en Venezuela, luego decidió armar su combo y tomarse la zona céntrica de Cúcuta, y para cumplir con ese objetivo, reclutó a por lo menos 50 jóvenes migrantes venezolanos”, dice otra fuente policial.
Tras seis meses de mantener una guerra con otra banda conocida como ‘Los de Cúcuta’, el combo de ‘Saúl’ se apoderó de esa zona de la ciudad y dominó la venta de drogas y las extorsiones.
Después de tres años de operar en el centro de Cúcuta y de más de un centenar de asesinatos, las autoridades ordenaron la captura de ‘Saúl’, pero él se enteró y se refugió en Venezuela, donde el 25 de septiembre del año pasado fue capturado y enviado a la cárcel. Desde ahí sigue actuando al mando de al menos 50 hombres que se dedican al microtráfico, las extorsiones y los homicidios en Cúcuta. Incluso en el panfleto de mayo contra los periodistas, al final, se puede leer: “Saúl sigue vigente”.
Por fuentes de la Fiscalía también se sabe que ‘Saúl’ se alió con Ever Carreño Corredor, alias ‘Porras’, quien a pesar de estar en el pabellón de máxima seguridad de la cárcel La Picota de Bogotá, ordena ajustes de cuentas, venta de drogas y cobro de extorsiones en las comunas 7 y 8 de Cúcuta. ‘Los Porras’ empezaron a operar en 2016.
Su líder ha pasado por cinco cárceles del país y sin importar que algunas sean de máxima seguridad se sabe que paga fuertes sumas de dinero para usar celulares e incluso hacer videollamadas para amenazar, extorsionar, ordenar asesinatos y organizar el negocio del microtráfico.
“Esa alianza que hizo con Los AK 47 es para mantener su imperio. Entre ‘Saúl’ y ‘Porras’ se apoyan para cometer sus fechorías. Además, así se respetan sus territorios y quien no esté con ellos, lo matan”, dice otra fuente judicial.
Soluciones lejanas
Para expertos como Isaac Morales, de PARES, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por combatir la violencia y la inseguridad, la solución no llegará de la noche y la mañana, y se requiere fortalecer la inteligencia y contrainteligencia para entender cómo funcionan estas organizaciones criminales. “No se trata solo de capturar al cabecilla, porque al día siguiente lo reemplazan, sino que hay que entender la organización de mando y todo lo que hay alrededor de esas bandas”, dice.
Tanto Morales como Pertuz consideran necesario, además, atacar las causas estructurales relacionadas con la desigualdad, la falta de oportunidades, el desempleo, que se ubica en el 11,9 %, y la informalidad, que ronda el 84 %, según las cifras del DANE. Ante ese escenario, las organizaciones reclutan fácilmente a jóvenes para engrosar sus filas.
Hay que “ofrecer empleos a los jóvenes. ¡Cómo es posible que una persona dure cuatro o cinco años en una universidad, pagando bien caro y cuando sale, no tiene dónde laborar, eso es muy duro! Además, en los barrios vulnerables no llegan programas sociales con incentivos, por eso es que las organizaciones criminales se llenan de adolescentes, porque les ofrecen dinero, un arma y una moto”, señala Pertuz.
El SOS por Cúcuta es urgente y va más allá del componente militar y policial al que le han dado prioridad tanto el gobierno local como nacional. La Alcaldía lleva adelante el plan ‘Cúcuta, territorio Seguro’, que incluye la incorporación de más pie de fuerza, y el Ministerio de Defensa también ofreció más personal.
En la ciudad “hay mucho miedo, y hablando con diferentes personas de distintos órdenes —desde taxistas hasta gente de la Alcaldía y de la Gobernación— sienten que se está viviendo una situación de violencia muy grande, que no ha tenido los suficientes ojos desde el nivel central. La dimensión de la violencia en Cúcuta este año ha sido muy alta y no hemos tenido los suficientes reflectores sobre esa situación desde los centros de poder en el país”, concluye Chaparro, de la FLIP.