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La Brújula

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Viernes, Mayo 1, 2020
La ciudad despertaba, la alarma estaba a cargo de un millón de pájaros cantándole a los malaventurados que sin ver el sol salir, se encontraban en las calles buscando un rasho de luz. El patio olía a miseria. Los policías transportaban a cualquiera que lo vieran con un pitillo prendido entre sus dedos. No importaba quien fuera se tenía dos opciones: suplicar o pagar. Nos cargaron al camión, esa fue nuestra suerte, la sonrisa atrevida de Roja no funcionó, el agente que en su uniforme tenía el identificatorio “RAMIREZ” no dio chance, la orden era clara y además del traslado nos metían una multa por el culo, porque al estado le faltaba dinero. Se hicieron un par de llamadas y nos trasladaron junto al Javier hasta un centro de protección lleno de caras perdidas, hombres que amaban inyectarse la calle, impregnarse de cigarrillos y cervezas en andenes o perdedores y uno que otro indigente. A Roja se la llevaron para otro patio.

Redacción: Alejandro Hernández

Ilustración: Leonardo Gomez

 

 

La ciudad despertaba, la alarma estaba a cargo de un millón de pájaros cantándole a los malaventurados que sin ver el sol salir, se encontraban en las calles buscando un rasho de luz. El patio olía a miseria. Los policías transportaban a cualquiera que lo vieran con un pitillo prendido entre sus dedos. No importaba quien fuera se tenía dos opciones: suplicar o pagar. Nos cargaron al camión, esa fue nuestra suerte, la sonrisa atrevida de Roja no funcionó, el agente que en su uniforme tenía el identificatorio “RAMIREZ” no dio chance, la orden era clara y además del traslado nos metían una multa por el culo, porque al estado le faltaba dinero. Se hicieron un par de llamadas y nos trasladaron junto al Javier hasta un centro de protección lleno de caras perdidas, hombres que amaban inyectarse la calle, impregnarse de cigarrillos y cervezas en andenes o perdedores y uno que otro indigente. A Roja se la llevaron para otro patio.

El Javier como un buen perro viejo, se ganó la confianza de un par de barristas con los que reímos y convidamos puchos de piel roja, historias de fantasía se contaban en la mayoría y muchos alardeaban de golpear policías o enfrentarlos. Era increíble el odio que siempre la autoridad impregnaría en la sociedad, casi que porquería para muchos.

No sabíamos bien qué hora era, pero Bogotá parecía un cuadro, donde el rojo tinturaba el cielo, parecido al cabello de Roja. No me sentía asustado o con temor a mi alrededor. Todos empezábamos a participar de este nuevo día, el hollín del transporte público borraba la magia del cielo, los que vivían de la venta del tinto igual a buscarse la vida y chupar contaminación y desprecios “esta como muy poquito” o “como carito el tinto”. La misma mierda de siempre. Otros se transportaban hasta algún trabajo de 10 horas, donde beberían y beberían aguas hirvientes para mantenerse aptos para la rutina de quemar sus ojos frente a cualquier costo, un pago. Javier y yo vimos despertar el mundo rodeados de escoria, que al perecer tenía miedo, no les gustaba la libertad, no pasaban un rato y ya los volvían a meter de nuevo, son un problema al cual tenían que cobrarle y cobrarle dinero y más dinero. Porque al estado le faltaban más recursos. Yo solo quería ver a Roja y fumarnos los labios y tomarnos un café antes de despedirnos y volver a nuestro encierro a llenar en línea algún curriculum para trabajar 10 horas...

 

 

 

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