Por: Katherin Serna López
Ilustración: Hellsy Gabriela Piragauta Oviedo
Ese día supe que algo estaba mal desde que abrí los ojos. Tal vez lo presentía desde antes, algo la noche anterior había invadido mi pecho y mi mente, algo tan fuerte que aún los múltiples fármacos para dormir no pudieron hacer efecto hasta mucho tiempo después. Ahora, cuando miro ese día en retrospectiva, puedo notar que en los sueños de esa noche habitaron múltiples pesadillas. El mundo entero era un cúmulo de presagios que yo evadía.
La caminata hasta su casa fue larga. Las calles que había recorrido tantas veces de forma apresurada y sin fijarme, ahora parecían sinuosas, infinitas. El corazón latía fuerte, se veía por encima de la ropa cómo corría; reconocí en mi cuerpo una debilidad que no había experimentado antes, era como si mis brazos no pudieran soportar el peso del aire…aire, me hacía falta el aire. Mientras estaba en el ascensor recorriendo los nueve pisos hasta el apartamento, sentí como si una tela gruesa cubriera mi nariz y mi boca, a pesar de que intentaba respirar la tela se pegaba a mi cara y terminaba por ahogarme más. Entonces me encontré dentro de su casa, con ella enfrente.
¿Era ella? ¿Realmente era ella? Parecía más un ente que no había visto nunca, no lograba reconocer nada, solo podía ver una especie de monstruo perezoso que se desplazaba con movimientos lentos. ¿Dónde está ella? ¿Qué le hicieron?, me pregunté, pero las palabras retumbaban solas en mi cabeza porque en realidad, descubrí después, había perdido la capacidad de hablar.
Me rendí, no la encontré, ella no estaba. No había nada que yo realmente conociera dentro de esa casa. Y juro que yo iba a salir de ahí, que me iba a despedir de aquel ente desconocido e iba a retomar mi vida, pero en el momento en que crucé la puerta, el mundo entero cambió. En ese momento pude notar cómo yo me quedaba dentro de esa casa, pero mi cuerpo salía de ella, vi, desde lejos, como mi cuerpo daba media vuelta y con un ademán se despedía mientras decía: “yo nunca estuve aquí”. No la encontré después de eso, aún no la encuentro y las esperanzas que me quedan son mínimas. Debí saber ese día, en la parada de autobús, que cuando se me ocurrió decir “esta es la última vez que nos vemos” hacía referencia a toda la vida y no, como pensaba, al mes que se suponía estaríamos sin vernos.
Desde ese día, aquel en que mi cuerpo y yo éramos uno, aquel en el que conocí a ese ente extraño en esa casa que ya no era la que ella y yo habitábamos, vivo persiguiendo al montón de huesos y carne que algún día fue mío. Ahora vivo sin ella y viendo como algo que no soy yo pero que tiene mi cara, mis expresiones y mi voz; vive mi vida saludando al mundo y diciendo: Mucho gusto, soy Gegi.