Por: Massiel de los Ángeles García Lugo
Me enamoré de su manera de ver el amanecer, el atardecer y las estrellas; de cómo no se peinaba y aun así lucía perfecta, de su manera de tomar té y un poco de café, de su piel marrón que me recordaba a Toulouse llena de luces, porque así era ella… así es ella, una morena que con su sonrisa deslumbra, su voz enamora y su actitud encanta. Cuando sus ojos me miraron —porque sí, yo no la miré, ella penetró mi alma a través de mis ojos—, cuando ese mágico momento sucedió, me di cuenta de que ya era muy tarde para dar un paso atrás, porque con ella había dado mil adelante. No pude evitar el rocé con su cintura, y puedo jurar que de carmesí no solo se tiñó mi rostro, sino mi mente, aquella que no podía dejar de pensar en esa morena. Rozó mis labios y sonrió, ella sabía que no me daría el placer de saborear sus labios cereza. Tomó mi mano y sacudió mi universo entero, ella me miraba sabiendo que mi mundo y todo lo que yo era, tenía su nombre. Corrimos a la par de las sonrisas, dos locos enamorados en una ciudad que hechiza, que te consume y no te deja respirar.
Y la solté.
Tuve que soltarla, porque no quería ver cómo se cristalizaba el café de sus ojos y cada vez más teñía mi camisa de negro, y de gris opacando mis pensamientos. La ciudad que conocí esa noche, a la ciudad que llevaba su nombre debía dejarla, y parar de amarla. Cada vez sufría y cada noche un foco más se quebraba; no era luz, era oscuridad y con lágrimas dejé que corriera y se perdiera.
No era mía, era suya. Era tan ella que brillaba tanto, que aún a kilómetros seguía iluminando mi universo, pero eso no importaba cuando era ella la que debía iluminar el suyo. Volteó su rostro, me vio y sonrió. El último foco de esa ciudad tan hermosa se quebró, y gracias a eso su mundo se iluminó; y siguió corriendo cual mariposa, tan libre, tan perfecta, tan morena… tan ella.