Por: Katherin Serna
Ilustración: Diana Lopez
Abundaba un olor metálico, tal vez a hierro. Una vela, seguramente comprada en un almacén de bajo costo, desprendía el olor a manzana y canela que impedía concentrarse en los olores bajitos de metal que hubiesen encendido alarmas y señales de auxilio. El eco de una llave goteando incesante sobre el agua turbia, rojiza y llena de pétalos de rosas, interrumpía el hondo silencio. La luz amarilla de aquel baño llegaba desde el foco ubicado al lado de la puerta, se reflejaba principalmente en el espejo frente al lavamanos y, finalmente, llegaba tenue, casi inexistente, hasta la bañera. La bañera estaba llena, el rebosadero filtraba el agua que llegaba hasta el borde evitando un desastre, pero la llave seguía goteando y el nivel del agua no bajaba realmente.
Esa tarde la llamó su mejor amigo. Se habían conocido desde muy pequeños cuando su madre iba a casa de él para que le leyeran el tarot y le enseñaran sobre santería. Ellos, dos pequeños de 5 años que poco o nada entendían sobre el tema, se dedicaban a jugar mientras sus padres se perdían entre el humo del tabaco y derrochaban el tiempo en temas intangibles. Pronto crecieron y aquellos temas empezaron a competerles, él desarrolló el talento (la forma o la mentira) de ver el aura de las personas y predecir pequeños sucesos; ella aprendió hechizos, embrujos, encantamientos y conexiones con entes sobrenaturales que por mucho tiempo le perturbaron la vida entera y que, aunque se había dedicado a fingir que lo tenía bajo control, la seguían perturbando.
Ella se estaba tomando un café, seguía en pijama y se encontraba sentada en el salón lleno de plantas que se había convertido en su hogar y su lugar seguro, el día se encontraba parcialmente nublado, aun así, entraba la luz suficiente como para ver con claridad. Todo se encontraba en silencio, no había televisores en casa y ella evitaba la música a toda costa, consideraba que la hacían distraer de los mensajes que realmente debía escuchar. El timbre del teléfono la despertó de los recuerdos cansados de la sesión que había realizado la noche anterior, al contestar, lo escuchó a él. Al parecer había tenido una visión fugaz sobre un peligro inminente que se le acercaba, la llamada era una advertencia, una solicitud para que se quedara en casa y se alejara de las sesiones, al menos por esa noche. Ella lo tranquilizó, la realidad era que no tenía sesiones programadas y entre sus planes solo estaba quedarse en casa y descansar mientras pensaba más de lo que debía en aquello que llevaba planeando durante tantos meses. No había peligros, y él pensó que cualquier riesgo que pudiese existir había sido evitado con esa llamada.
Cuando entró en la tina esa noche, pensó en él. A lo mejor, esa capacidad engañosa de predecir pequeños sucesos no era una farsa inventada tras la presión de continuar con las tradiciones familiares, lo que si era cierto es que era ingenuo, tan ingenuo como para no predecir, así fuese por esa intuición naturalmente humana que no requiere de dones absurdos, que ella no estaba segura en su propia casa. Lo sabía desde hacía tiempo, algo la perseguía de manera constante, la hacía sentir cansada, desanimada y la hacía tardar horas para poder poner un píe fuera de la cama cada mañana. El desanimo había invadido su vida y la motivación se encontraba de vacaciones desde hacía tanto que ya no lograba recordar la última vez que la tuvo para hacer cualquier cosa, por pequeña o grande que hubiese sido. Pero ¿cómo le explicaba a su mejor amigo, al chico que la había visto crecer y convertirse en quien era, que el verdadero peligro era ella misma? ¿cómo explicarle que, aún si el peligro fuera externo, ella estaba deseosa por entregarse completamente a él? ¿cómo explicarle a alguien que te ama tanto que, en realidad tu vida, no es un punto por considerar? El peligro era ella misma. La perdición y la desesperanza se habían estado construyendo durante meses a base de investigaciones que la llevaban a un solo punto que todos parecían evitar pero que ella buscaba con anhelo y fervor: la muerte. Aquella muerte, el peligro de esa predicción, llevaba el nombre de ella tatuado.
La encontraron 24 horas más tarde, la vela de manzana y canela se había consumido por completo y en aquel cuarto de baño solo quedaba el olor a metales que desprende la sangre. El agua ya no estaba tibia y la espuma había desaparecido por completo. Su cuerpo, pálido, frio y húmedo, se encontraba cubierto por un vestido azul de telas suaves que había elegido con cuidado ante su predisposición a morir. En aquel cuarto de baño, en aquel apartamento lleno de plantas y llamado por tanto tiempo hogar, las advertencias habían entrado vacías y salido por las ventanas junto con las ráfagas de viento de la madrugada, ahora solo quedaban las evidencias de su profundo deseo por trascender a un plano en el que realmente no se existe y del que no saldría jamás.