Redacción e ilustracion: Lular Pantoja
Acababa de abrir los ojos y en seguida lo sintió. La noche anterior había ya decidido dimitir de su integridad como enemiga de Dios y había comenzado a rezar, terminaba de escribir una carta a su madre para que en la lejanía pudiera sentir el miedo que a ella le agotaba y le mataba. Justo aquella mañana le debía suceder todo, no le funcionaban sus plegarias y sus intentos de pensar en positivo, su irremediable ser pesimista dentro de sí, la ahorcaba y la besaba a lengüetazos, por lo menos eso era lo que ella sentía por su palidez y su babosidad en el rostro. Dolores está sola como siempre pero aún así no pretende llorar fuerte o siquiera gritar.
Desde hacía ya dos días no tenía ni una sola uña, y había tenido que trabajar en su taller lijando dos muebles de roble fuerte, mientras lloraba del dolor.
En el buzón de su teléfono residían cual migrantes 34 mensajes de su médico, quien le advertía la muerte, no de manera gradual, sino todo lo contrario, algo devastador, aterrador y sucio.
Aquel día sus manos habían amanecido rojas e hinchadas, y su cuerpo tenía un aspecto grotesco, era baboso en su totalidad y parecía que fuese transparente o de alguna forma podía verse parte de sus intestinos. En su lengua sentía algo extraño y su composición le causaba una necesidad incontrolable de vomitar, cada vez que la movía, pequeños cabellos inquietos rozaban su paladar.
Tenía que dejar sus muebles restaurados totalmente para final de la tarde y además entregarlos en persona.
La punta de sus dedos empezaron a pudrirse pues ellos desprendían un olor y un aspecto de horror, sin más ni menos un pequeño ser, cual una lombriz, desplegó su cuerpecillo por la punta del dedo índice de la mano derecha.
Salió de cama y se arrastró como pudo a la tina donde tomó un baño hervido, incontrolablemente sentía su cuerpo congelado y blanco, sus brazos se encogían, apenas alcanzaba a sentir en su pecho un latido feroz, lloraba de terror y sabía que moriría en menos de veinticuatro horas, por su cruel defecto. En su pasado era una mujer merecedora de castigos, déspota, impostora, y cruel pero necesitada, vivía solo de lo que en su taller restauraba y ya casi no tenía qué comer, apenas en esos días había sobrevivido con un par de manzanas y la cabeza de un pescado que encontró en el fondo del refrigerador a medio pudrir.
Ya acostada en el mísero piso de su habitación mojada y viscosa, sintió una sensación extraña bajo sus brazos, de sus axilas se desprendía una sustancia mucosa vino tinto, era casi como sangre coagulada, esa se incorporó tanto a su piel que si la intentaba limpiar le ardía hasta la punta del pie. Su vista se nubló y cayó tendida, desesperada y preocupada, pues aunque esto le estuviera sucediendo debía terminar su trabajo artesanal.
Es la necesidad, cuando la supervivencia se vuelve crucial se olvidan los dolores y se siente hambre y desespero, mas sin embargo Dolores no sentía desesperanza, cada vez que lloraba reaccionaba. Cubrió todos los vidrios y los espejos de su casa y de su taller, desconectó el teléfono, apagó todo tipo de aparato y se dispuso a restaurar los muebles que tenía pendiente. Limpió la punta de sus dedos rojos y mató a cada gusano asqueroso que salía de los enormes hongos que cubrían sus uñas o el milímetro que quedaba de ellas. A medida que iba lijando y pintando, de sus labios se desprendía una costra que abarcaba la mitad del labio inferior, con sus dientes partidos logró deshacerse de esta y de ella se rebosó un liquido amarillo, el dolor aumentó despavoridamente, a menudo debía limpiarse con una toalla su cuerpo que no dejaba de secretar una viscosidad inmunda, había decidido cubrirse con un vestido verde militar para no tener que observar su propio intestino trabajando dentro de sí, y en su lecho de muerte rodeada de polvillo de madera dijo:
Que no me salve nadie
que morir es mi destino
de esta forma el cielo se apiada de mi
de esta forma yo me convino.
Con la luz que se desprenden de mis ojos
inundados de sangre, descontrolados asesinos
mi aspecto desagradable deja en mi la huella
del pasado desvanecido.
El olor que mi boca desprende mata a cualquier inquilino
del corazón mio herido de mi ser ilusionado.
Estoy bañada en una sustancia
y mi cara mortuoria verde
no ofrece más que arrogancia,
ya solo quiero dormir
en el profundo suelo del oscuro.
Qué castigo cruel he recibido
ya ni mis oídos
escuchan mis quejidos.
En aquel momento algo le sucedía a sus huesos, se sentía tan frágil como una oruga. Sus ojos se tornaron completamente negros y su visión se reducía solo a un limitado panorama de frente, careciendo de visión periférica. Destruida interiormente se ubicó en posición fetal y colocó su espalda flácida en aquella esquina de la pared rosa de su taller. Se desvaneció y cubrió su rostro en llanto, sentía dolor, ardor y rasquiña en su cuerpo. Se levantó e intentó caminar unos cuantos pasos a su habitación, junto a ella se asomaban unas escaleras de cerámica antigua con arabescos, tropezó con un charco de vómito de la noche anterior, pues hacía cinco días que no tenía ánimos de limpiar nada, su descomposición la llevó a un estado de ente sucio, tambaleo de izquierda a derecha y con sus manos hinchadas sangrientas resbaló del tubo del que pensaba sostenerse, su cabeza se inclinó de la inestabilidad y cayó abajo por las escaleras, al llegar al primer piso tenía una trágica fractura vertebral lo que ocasionó parálisis total.
Agonizó y mientras su cuerpo iba en una descomposición continua, su lengua crecía y los cabellos de esta eran más gruesos casi como un alfiler, en sus últimas horas su mirada era perdida y con las palmas de las manos juntas, como rezaba la noche anterior, cerró sus ojos, giró su lengua de distintas formas y mientras caía una lágrima de su ojo izquierdo, mordió su propia lengua partiendola totalmente. Ahogada entre su propia sangre, sin poder moverse y con un pedido gigante de muebles a restaurar, murió.