¿Había condcutor?

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¿Había condcutor?
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Sábado, Diciembre 21, 2019
¿Pasan cosas raras en navidad? ¿Hasta donde te lleva la curiosidad? Estas son preguntas que se abren en este cuento y hace que surja la más importante ¿Vas a leerlo?

Autor: Nelson José Álvarez De León 

Ilustración: Wilder Molina

 

La noche previa al 24, tomé mi control y me puse a jugar FIFA. Fue una de esas en las que los dos tiempos de seis minutos hacen que saltes de las cuatro de la tarde a las diez de la noche (a decir verdad, no estoy muy seguro de qué hora era), y justo recordé que tenía que apagar las luces de navidad. Nunca las dejo prendidas hasta que amanece, pero si admito que jamás las apago antes de las 11:50 de la noche. Como tengo por costumbre antes de dormir, le di una pequeña ronda a la sala del apartamento de mis padres. En esas, me asomé por la ventana para ver las luces de la calle y ahí lo vi. Azul, grande, con una resistencia estructural comparable a un castillo de cartas, una sola mano de pintura floja, que cubre un color viejo de mala gana y un aspecto apenas más vivido que catacumbas decoradas con serpentinas. 

 

  • Un trancón- murmuré para mí mismo. 

 

En mi cabeza fue lo más lógico ¿Por cuál otra razon un mastodonte como ese estaría parqueado en frente de mi casa? Me agaché para desconectar las luces amarillas del árbol y las azul celeste de las ventanas y desde ahí, estando más cerca de la ventana volví a murmurar para mi mismo (sí, soy un tipo que habla solo muy seguido):

 

  • Pero tiene las luces apagadas - A esa hora y en esas fechas que pasara al menos un carro por esa calle es un auténtico milagro navideño, por lo cual un trancón era muy poco probable por no decir imposible. 

 

Miré ese malogrado y oxidado gigante azul como si estuviera viendo una de las maravillas del mundo por algunos minutos.  No sé si fueron sus lados abollados con unos cuantos rayones, o tal vez ese techo lleno de polvo y heces de paloma, pero no podía dejar de mirar ese buen ejemplo de contaminación visual. Mi imaginación voló de más cuando vi uno de esos trastos con las luces encendidas pasar vacío e indiferente por el lado del que me tuvo embobado, enterrado en su propia oscuridad y la sombra de la calle.

 

  • Ni tus compañeros te quieren - dije en tono de pesar antes de burlarme de mí mismo por hablarle a un triste y deplorable objeto inanimado.

 

Después me di cuenta que tenía la puerta por donde se bajan los pasajeros abierta, intenté echar un vistazo al puesto del conductor pero  con esfuerzo apenas pude ver el del copiloto. 

 

  • Lo más seguro es que se haya varado. - Pensé.

 

Me moví hasta encontrar un ángulo en el que pudiera ver el puesto del conductor pero parecía vacío. En ese momento recuerdos de mis navidades atacaron mostrándome como con mis primos nos metíamos en cuanto hueco había en las casas, nos trepábamos en los árboles y chismoseábamos los carro parqueados o abandonados por varias horas. Fue tan automático mi accionar que en menos de lo que me imaginé terminé al frente de la puerta de salida vino tinto de mi edificio con unas chancletas y una chaqueta. Me sentí bastante estúpido pero eso no me detuvo a asomarme mirando la calle de derecha a izquierda para darme cuenta de que no había ni un alma por ahí. 

 

Habían abandonado uno de los armatostes del glorioso transporte público de la ciudad con más desarrollo y mejor para trabajar del país en donde vivo. Incluso en este país en que nací algo así no era muy probable que pasara. No se me ocurrió nada mejor que meterme por la puerta trasera del cacharro sacando lo más liso de mi. En un primer vistazo no vi ni escuché nada raro. Vi doce sillas duras, cuatro de ellas azules, y escuché la brisa soplando fuerte, haciendo que los vidrios de las ventanas flojas se pusieran a bailar de forma frenética. Influido por ese impulso infantil que trajeron consigo mis recuerdos, se me metió que tenía que sentarme en el puesto del conductor y ahí fue que lo vi. 

 

Una camiseta blanca entre las sombras se notaba de lejos. Aun me reprocho cómo fue que no me di cuenta al menos del color de la camisa desde la ventana de mi apartamento. En vez de salirme por donde entré me acerqué dos pasos desde la salida al puesto del conductor. A falta de once, no nueve u ocho pasos, me di cuenta que el conductor o el que creí que era el conductor, tenía su cuerpo bastante relajado o era de esos que se desparramaban en la silla como si no tuvieran huesos. Tenía la nuca mirando hacía el techo, los brazos abiertos a lado y lado, listo para dar un abrazo y las piernas casi recostadas en el suelo. 

 

Y a falta de cuatro pasos, no sé si fue una brisa helada producto del frío nocturno lo que sentí en todo mi pecho y espalda cuando la cabeza se le cayó en el hombro derecho de una forma tal, que su cuello parecía de caucho, como si se hubiese roto. Sentí mareo, perdí ligeramente el equilibrio, incluso creí escuchar un “ crack” que venía del cuello del que veía de espaldas. Respiré profundo antes de considerar salir corriendo por la puerta, tantas cosas pasaron por mi mente. Por ejemplo, llegué a pensar que me iban a acusar de asesinato si alguien me veía en el bus con el cuerpo.

 

A dos pasos del conductor, consideré por otro lado que de pronto no estaba muerto y que podría necesitar ayuda para cualquier cosa, lo que fuera. 

 

  • ¿Está bien? - pregunté unas tres veces sin recibir respuesta. De hecho no pude escuchar ni su respiración. 

 

La chaqueta no solo me estaba asando, me pesó un par de toneladas. Mi frente se empapó de sudor frío. Zarandeé lo más suave que pude al conductor agarrándolo de los hombros y este cayó desplomado encima de mis pies. Me entró una ansiedad de esas en las que la respiración se siente pesada. La brisa sopló fuerte nuevamente, el sonido del estremecimiento de los vidrios logró que sintiera a mi corazón quebrando mi pecho y mis manos perdieran su estabilidad. 

 

Apelando a ese lado positivo, ridículo y aniñado de algunas personas pensé:

 

  • De pronto solo está borracho. 

 

Me lo pensé por lo menos unas diecisiete veces, pero a la dieciocho le di la vuelta al conductor. 

 

  • Es más ligero de lo que esperaba- murmuré, sorprendido cuando le pude dar la vuelta a la primera y sin demasiado esfuerzo. 

 

Otro armatoste azul pasó al lado del varado y con sus luces iluminó la cara del “conductor”. Ni siquiera ahora logro identificar si la blancuzca cara de ese sujeto era de una tela burda o era un saco de esos con los que cargan papas, al menos puedo decir que la textura era similar a la del saco. Su bigote de Chaplin pintado con Sharpie era tan oscuro que se confundía con las sombras del gigante azul. Sus ojos, sí, definitivamente sus ojos, hicieron que quedara grabado hasta hoy en mi memoria su rostro. Eran pequeños, tan negros que solo se veía la pupila, tan redondos que parecían un círculo casi perfecto y tan inexpresivos que no reflejaban nada. Debajo, estaba esa sonrisa compuesta por una boca amplia, de oreja a oreja, pintada de color negro. 

 

Inmerso en el misticismo del hecho, pensé que se trataba de un año viejo que, ya fuera así o no, parecía haber conducido y varado ese trasto en frente de mi casa. La idea me aterrorizó y no me calmé ni por medio segundo, en especial cuando vi una cabuya colgando de su cuello, amarrada a una hoja de papel que estaba metida dentro de su camisa. Le retiré al conductor lo que tenía allí y dentro decía: “En la mañana del 25 se les da carbón a los que se quedaron de curiosos en la noche”. 

 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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