Por Massiel de los Ángeles García Lugo
Podría considerarse que estaba un poco —o quizás bastante— perdida entre las luces que iluminaban mi pupila. El tacón sonando en la acera hacia juego con los villancicos de fondo. Tres inmensas luces iluminaban la Iglesia del pueblo; éstas mismas hacían juego con las luces que iluminaban a las casas coloniales que se encontraban a su alrededor.
El frío era perfecto. Lo suficientemente frío para recibir un abrazo y lo suficientemente caluroso para tomarse una pola bien fría. Y a pesar de llevar un vino blanco en la bolsa del supermercado, decidí —por primera vez— no escoger el alcohol, sino hundirme en los ojos color avellana que me brindó aquella noche.
«Te veo en el tercer sueño», fue lo que dijo al mirarme. Sin embargo, no realizó gesto alguno, no movió sus labios, ni hizo nada similar, solo me miró y me lo dijo… lo sentí. Quedé consternada por un par de minutos. Vi como el sujeto se alejaba. Por Dios, su cara me era tan familiar, pero no lograba localizarla en el baúl de mis recuerdos. Cruzó la esquina y lo seguí. Ya no estaba.
Cerré mis ojos.
Hacía un poco de calor, sin embargo, lloviznaba. La banca en la que me encontraba sentaba, estaba tornándose resbalosa y húmeda. Incómodo en el pantalón. Me levanté con lo que quedaba de mi malta y el paquete de platanitos. El sol quemaba mis hombros y mi espalda. Hoy fue una mala idea ponerme un strapless. Al levantarme de la banca observé cómo un hombre le daba de comer a las aves. Me miró.
Cerré mis ojos.
En el boulevard que quedaba frente a la playa siempre vendían cosas hermosas; joyas de caracolitos y conchitas de mar. Me fascinaba ver el atardecer acompañada de tantas personas a mi alrededor. No me bastaba sentir la brisa caliente de la costa, necesitaba sentir el calor humano.
Me tomaba de la mano y me susurraba entre el oído y el cuello.
«Vamos a comer, amor».
Intenté hallar su rostro, pero estaba distorsionado, borroso. Me dejé guiar por su mano. Recorrimos innumerables restaurantes, comimos y reímos. Lo besé y se sintió tan bien. Era hermoso. Era Navidad y todo era hermoso. «Tengo miedo», le susurré. Tomó mi cara entre las fauces de sus dedos. Yo solo quería que me comieran. No hallaba su mirada, no la veía.
«Sonríe para mí, hermosa».
Tomó una foto, el flash me encandiló.
«Eres tan hermosa».
Pagó la cuenta, tomó de nuevo mi mano y corrimos. Corrimos a la orilla de la playa. Me exigió no separar mi vista del amanecer. Tomó mi mano fuertemente, entrelazó sus dedos con los míos y me dijo que sintiera el agua y la arena en mis pies. Todo se sentía tan bien. Y por primera vez vi sus ojos cuando tomó mi cara y me obligó a observarlo.
El mismo hombre con los ojos color avellana.
«No me olvides. Por favor, recuérdame. Despiértate y búscame, que yo no he parado de buscarte.»
«Y recuerda: que pase lo que tenga que pasar, pero que pase.»
Las aves comiendo.
Las luces de Navidad.
—Despierta, es solo un sueño.
—Amor… Me duele la cabeza
—Tranquila, no pasa nada.
—¿Seguro? Me preocupa que todos los días me despierte a las 4 a.m. con dolor de cabeza.
—Has tenido pesadillas y nunca las recuerdas. Solo intenta dormir otra vez. Y deja de pensar en Philip. Debo confesar que genera celos en mí.
—¿Qué? ¿Quién es Philip?
—No lo sé, dímelo tú. No paras de mencionar su nombre mientras duermes.
Recuerdo tan poco, pero lo suficiente para saber que eran luces y aves. No recuerdo algo más.
Cerré mis ojos.
Lo busco y no lo encuentro. Las luces me encandilan, son tantos colores y ninguno me lleva al de sus ojos. Quiero encontrarlo, debo encontrarlo y debo saber la razón de mi tercer sueño.
«Sígueme.»
No sé a quién seguir. Sigo su voz, sin rumbo en la noche. Me siento en la acera y sé que debo cerrar los ojos.
El sol me quema la cara. Veo directo al cielo y estoy en un parque, con muchas aves a mi alrededor. Lo veo irse. ¿Es él? Debo cerrar mis ojos. En el tercer sueño debo encontrarlo.
«¡Philip!», grito sin recibir respuesta alguna, todos me observan y nadie me ayuda. El desespero me absorbe, siento que tengo tan poco tiempo… no sé para qué, solo necesito verlo y abrazarlo. Necesito encontrarlo. No lo veo, comienzo a sudar y el desespero va en creciente.
Los collares de conchas de mar, los caracoles, el atardecer, el amanecer, la playa y la arena en los pies. Él debe estar ahí, en el lugar donde fui feliz. Lo veo sentado. «Te llamé». «Lo sé», responde. «Explícame, por favor», dije sentándome a su lado. «Hoy he tirado mi corazón al mar con la esperanza de que algún día lo encuentres en la realidad. Porque en tu lucidez jamás me encontrarás y solo debo resignarme a este momento, a vivir dentro de un sueño… nuestro sueño. Condenados a vernos y no recordarnos. Sin embargo, al despertar siempre te recuerdo y no logro hallarte. Hoy, que trajiste mi nombre al sueño, sé que puedes recordarme. Quizás no quiero que me encuentres. Quizás solo quiero vivir en este sueño».
«¡Ahora lo recuerdo! Nos hemos encontrado en el mismo boulevard desde los 5 años, cuando tuve mi primer sueño. Mi hijo lleva tu nombre». «Lo sé, y aún no entiendes por qué si tienes los ojos cafés y tu esposo azules, él los tiene avellana». Lo observé por un momento. «Nosotros hemos tenido esta conversación innumerables veces, nada cambia, todo se repite, al comienzo era complicado para mí porque recordaba todo, luego me acostumbré a repetir todo para poder vivir en cada sueño la misma fantasía y felicidad, por ti, Angélica». Me observó y continuó, «Entre el espacio, el tiempo y los sueños, ahí estaremos los dos... los tres. Condenados a ser las mismas líneas paralelamente proporcionales que nunca se tocarán.»
Tomé su mano llena de arena, olía al mar salado. Era suave y rústica al mismo tiempo. Besé su mano, lo obligué a mirarme y repetí:
«Que pase lo que tenga que pasar, pero que pase… contigo».
Cierro mis ojos.