Redacción: Sofía Acero.
Con el paso de los meses, la novedad de estar encerrados en casa ha pasado a ser un golpe de realidad en toda la cara. De un momento a otro, el mundo se detuvo y empezó a tambalearse, y el único espacio seguro que pudimos encontrar fue nuestra casa. Desde esta, hemos estado mucho más cerca, a través de la pantalla de un celular, de las realidades de miles de personas que tienen problemas más allá de la cantidad de seguidores en una red social o de los likes que recibe una foto. De hecho, esta emergencia sanitaria fue un choque directo e inesperado a una realidad que intentamos ocultar con filtros y sonrisas de comercial, pero que vimos desvaneciéndose poco a poco, como cuando la escenografía de una obra de teatro se desmonta, y la realidad de la pobreza, el hambre, la necesidad de la interacción con otros, los planes en pausa, la violencia intrafamiliar, la incapacidad de los gobiernos de ver más allá del dinero, el peligro que implica la cotidianidad, hace su aparición en escena.
Muchos pretendíamos volver a la normalidad y la seguridad que proviene de lo conocido, sin darnos cuenta de que se estaba gestando día tras día una nueva normalidad, marcada por una pandemia mundial que azotó a una población que, en parte, nunca había vivido algo parecido. La nueva (y más segura) forma de vivir, consiste en hacer una pausa de todas las actividades que llevábamos meses, semanas o días planeando, pero que ahora son imposibles de ejecutar. Actualmente, el contacto con el mundo exterior sólo es posible a través de las redes sociales; llevamos meses viendo los mismos rostros pasar del cuarto a la sala, de la sala a la cocina, y regresar al cuarto, rostros que de seguro veíamos fugazmente al salir corriendo de la casa y regresar a esta directo a la cama; pasamos horas frente al computador informándonos sobre el aumento de las cifras de contagiados, la preocupación colectiva, las tediosas clases virtuales y las tareas que se acumulan en nuestra agenda. Por otro lado, las preocupaciones ya no son tener el último celular del mercado, ni renovar el clóset según la temporada, menos cuando los pantalones de pijama desterraron del trono a cualquier otra prenda, ni ir a los mejores restaurantes para sacar fotos de los platillos antes de comerlos, ni viajar alrededor del mundo, corriendo de un lado para otro. Esta nueva realidad nos demostró que no estábamos listos para frenar en seco una vida que llevaba un ritmo vertiginoso, en la que lo “normal” era convivir con estrés, impaciencia, la necesidad de formular planes constantemente, de no parar ni un segundo, traducida en una lucha en contra del tiempo, que se nos escapaba entre los dedos. Si bien esta situación ha dejado de lado varios sentimientos arraigados en nuestra rutina pasada, también es cierto que hoy estamos “inmersos en una guerra cuyo teatro de operaciones son ciudades vacías, fluctuamos entre la asfixia del encierro y el miedo a salir” (Luchessi, 2020).
En la actualidad, el lugar que llamábamos hogar pero que reduciamos a desayunos apresurados y sueños intermitentes, se ha convertido en un espacio que no nos permite escapar de nosotros mismos, y que nos lleva a los recuerdos de esa vida pasada que se acercaba peligrosamente a una distopía sacada de la mente maestra de Saramago, pero que hoy se reduce a la obligación de abrir los ojos ante lo evidente, ante una situación que requiere una unión a la distancia, que saca a la luz la situación precaria de muchas personas que no se pueden dar el lujo de unirse a la tendencia de #QuédateEnCasa, cuando sus alacenas están vacías y las cuentas por pagar se acumulan en el comedor.
Estamos viviendo en un mundo donde “la guerra es paz, la esclavitud es libertad y la ignorancia es fuerza” (Orwell, 1949), un mantra avalado por ese Gran Hermano que se ha revelado en nuestra realidad a través de los pequeños y aparentemente inofensivos artefactos electrónicos, que se han convertido en una necesidad básica en nuestra vida y que hacen todo más sencillo, lo que no quiere decir que sea mejor. No podemos negar que las redes sociales han sido una herramienta indispensable en estos tiempos de aislamiento. De hecho, han permitido que encontremos diferentes escapes de la realidad: a través del humor, del miedo o del egoísmo. En primer lugar, hemos recurrido a una disposición del ánimo, como el humor, que parece no tener cabida en medio de la tragedia.
Esto nos ha permitido crear una identidad colectiva como mecanismo de defensa, que altera totalmente el esquema tradicional del humor, el cual requería del emisor de la broma, quien se ríe de ella y el blanco de ridiculización. Hoy en día, nos hemos visto obligados a abandonar la seguridad que implicaba estar en alguna parte específica del globo terráqueo, sobre todo cuando sin importar el estrato social, la edad, el género, la nacionalidad, la raza o la religión, nos vemos afectados por igual; todos somos víctimas y pertenecemos al blanco de ridiculización.
Por otro lado, a través de las redes sociales, hemos sido testigos de ese miedo contradictorio, que no atenaza individualmente, si no que parece que se planta, cual virus, colectivamente, que nos hace sacar lo mejor de nosotros mismos, y al día siguiente florece el odio, el desespero y el terror ante lo inesperado. No sabemos cuál es el enemigo, porque todos nos hemos convertido en víctimas.
Sin embargo, las redes sociales no dejan de ser simplemente un escape para todas estas proyecciones de nuestros sentimientos, y un escape no es suficiente. Tal vez el problema no sea el Coronavirus, sino nuestra incapacidad de enfrentar las crisis, que se amplifica cuando vamos a las redes sociales y vemos comentarios puestos metódicamente por un algoritmo que nos da la razón. Se nos ha dado la oportunidad de parar, de reflexionar, de desconectarnos y plantear las razones de nuestras relaciones, tanto reales como virtuales.
Frenar en seco, detener de manera abrupta nuestra antigua manera de vivir, ya no es una decisión, se ha convertido en un nuevo estilo de vida. Ahora, la gran pregunta es cómo vamos a afrontar el después de toda esta situación, cuando tengamos que retomar nuestra vida productiva y las secuelas de efectos negativos que la pandemia ha causado sobre la economía mundial hagan acto de presencia, cuando nuestros estilos de vida nunca vuelvan a ser los mismos, y las pantallas se conviertan en un fiel amigo, porque ni siquiera sabemos cuándo será posible volver a tocar al otro, reunirnos con nuestros familiares a almorzar una tarde de domingo, salir a cine, a comer un helado o simplemente estar en un parque sin pensar que hay algo en el aire que no vemos, pero nos encuentra con una facilidad aterradora; cuando nos toque retomar de cero planes aplazados, cuando nuestros proyectos personales tengan que ser replanteados, cuando las actividades cotidianas y aparentemente inofensivas, como hacer ejercicio o salir a mercar, se convierten en un peligro para todo aquel con quien tenemos contacto y requiere de todo un ritual de limpieza que poco a poco se va arraigando en nuestra rutina. El mundo ha frenado en seco, y nosotros con él, un escape ya no es suficiente para un estilo de vida que no pidió permiso de aparecer, pero que no podemos esconder; necesitamos afrontarlo, aceptarlo y empezar a caminar.