A 30 horas de una nueva vida

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Las razones que llevaron a Elvis y a su familia a tener que salir de Venezuela, empiezan a tomar forma en 1998, cuando Hugo Chávez Frías fue elegido presidente de Venezuela. Sin embargo, por aquella época los venezolanos no podían predecir el futuro que les deparaba. Por el contrario, veían a Chávez como la oportunidad para que las clases menos favorecidas del país tuvieran una vida mejor.

Elvis y Angelina eran parte de los que pensaban que con Chávez en el poder su vida mejoraría y Venezuela sería un país lleno de igualdad y oportunidades. No estaban tan equivocados, en sus primeros tres periodos de mandato el país parecía volverse más autónomo frente a los “capitalistas” o países de primer mundo. Después de la muerte de Chávez, el 5 de marzo de 2013, llegó al poder Nicolás Maduro, es en ese momento cuando gran parte de la población venezolana se percató de todo lo que había detrás de los cuatro periodos en los que Chávez fue presidente.

Los cortes de luz, agua y gas empezaron a volverse constantes en Venezuela y la comida poco a poco comenzó a escasear, junto con otros productos esenciales. Elvis y Angelina tenían un negocio en la ciudad de Maracaibo, en el que vendían productos para la siembra y los cultivos. Les iba bien, se mantenían y daban abasto con todo lo que necesitaban. Cuando las cosas empezaron a empeorar en Venezuela tuvieron que cerrar y empezar a buscar trabajo en lo que les saliera para poder comprar lo necesario.

Hace un año y medio tomaron la decisión de migrar hacia Colombia, dice Agelina que “no fue fácil, al principio no queríamos e intentamos agotar hasta el último recurso para poder quedarnos en Venezuela, pero no fue posible. La situación allí era muy difícil y las oportunidades eran muy escasas”, así que se embarcaron en un viaje de 30 horas.

Angelina y Elvis en su último viaje cuando vivían en Venezuela. Foto archivo personal.

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Primero tomaron una camioneta que los llevó desde Maracaibo hasta la ciudad de Maicao, ya en territorio colombiano. Según las últimas cifras entregadas por Migración Colombia, a 29 de febrero del 2020, se encuentran radicados más de 1 millón 700 mil venezolanos en Colombia. Luego de su paso por Maicao, emprendieron rumbo a la ciudad de Bogotá, que según el mismo informe de Migración, es la ciudad a la que más llegan los migrantes venezolanos (352.431).

Una vez llegaron a Bogotá fueron recibidos en casa de un primo de Angelina, que ya había emigrado hace algún tiempo y contaba con un lugar para acomodarlos, mientras Elvis encontraba un trabajo y un hogar. Elvis agradece que, a diferencia de muchos compatriotas, él y su familia tuvieron un viaje tranquilo: “No tuvimos que enfrentarnos a muchas circunstancias dolorosas que muchos otros sí. He sabido de historias en las que venezolanos perdieron la vida. Lo único complicado de nuestro viaje fueron las 30 horas sentados en un bus”.

De Maracaibo a Bogotá hay muchos cambios y diferencias. Una de ellas, la que más le ha costado a Elvis para adaptarse, es el frío de la ciudad: pasó de 24 o 34 grados centígrados de Maracaibo a los no más de 21 grados centígrados de la capital colombiana. Además, en el barrio en el que él, su esposa y su hijo viven la sensación térmica es mucho menor a la del resto de la ciudad, esto porque es un sector que queda ubicado en una de las zonas más altas de la localidad de Suba. El barrio Villas del Diamante no ha terminado de construirse, por lo que hay mucha humedad y se siente más frío por las partes que aún no tienen demasiadas casas.

Por otro lado, el Instituto Nacional de Medicina Legal asegura que en el 2019, el año en que migraron Elvis y su familia, las agresiones a ciudadanos venezolanos tuvo la tasa más alta desde que empezó el fenómeno migratorio, además, las muertes por causas violentas alcanzaron las 130. Sin embargo, Elvis, Angelina y Miguel han corrido con suerte desde que llegaron.

Por lo anterior, Angelina dice que “desde que llegamos a Colombia hemos dado con personas muy amables, que nos han ayudado a adaptarnos de manera muy rápida a este nuevo país”. Elvis, por su parte, cuenta que “una de esas personas es mi jefe, él ha sido muy agradable, nos abrió las puertas de su casa, me dio trabajo y cuando comenzó lo del COVID y no pudimos pagarle el arriendo, no puso problema y entendió la situación. Por eso estamos muy agradecidos con él y tratamos de ayudarle en la casa en lo que más podamos”.

Julian Palacios, el jefe de Elvis, lo conoció debido a que trabajaba para el señor que le estaba construyendo su casa, “me pareció un trabajador muy dedicado y juicioso, por eso le pedí que me ayudara en los trabajos que me habían estado saliendo. Eso fue antes de la pandemia, después me pidió que le arrendara el apartaestudio del segundo piso y yo acepté, porque él y su esposa son muy responsables”.

Muchos colombianos se niegan a ayudar o a aceptar a los venezolanos, pues se sienten amenazados a la hora de conseguir trabajo o creen que no merecen tener los mismos derechos que ellos por ser de otra nacionalidad. Por ejemplo, en 2017, la Fundéu (una fundación promovida por la Agencia de noticias EFE y asesorada por la RAE, cuyo objetivo es el buen uso del español en los medios de comunicación) reveló que la palabra de ese año era aporofobia, que es el rechazo a las personas pobres por el simple hecho de serlo, y como lo señala Adela Cortin, filósofa española, ese rechazo “alimenta el repudio a los inmigrantes y a los refugiados”. 

Julian no parece padecer de aporofobia porque dice que “nosotros no podemos negarnos a ayudarles solo por se venezolanos, si ellos fueran malas personas o no trabajaran bien, pues sí, pero solo por ser venezolanos no tiene sentido. Además, cuando Colombia pasaba por la crisis debido a la violencia y el narcotráfico en los años 80, Venezuela recibió muchos colombianos que migraron buscando una oportunidad, entonces nosotros no podemos darles la espalda”.

Ajejandra Palacios Ortega · Rutina de una familia Venezolana

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La rutina de esta familia era diferente antes de llegar a Colombia. Se levantaban un poco después de las cinco de la mañana para alistar a Miguel, de ocho años, y llevarlo al colegio. Luego estaban en su casa un rato más. Después de las nueve abrían su negocio, que no quedaba lejos de su casa. A mediodía, Miguel regresaba del colegio y almorzaban juntos; sobre las seis de la tarde “un poquito antes o un poquito después cerrábamos el local y nos íbamos a descansar”. Ahora, en Colombia, los tres despiertan antes de las seis de la mañana. Angelina prepara el desayuno y ayuda a Miguel con las cosas del colegio en línea (no puede ir debido al decreto emitido por el gobierno colombiano en el que no permiten abrir los colegios hasta que pase la emergencia sanitaria).

Por otro lado, Elvis pasó de tener su propio negocio a trabajar como ayudante de un electricista, y así su rutina cambió: “En Venezuela yo manejaba mis cosas, era mi propio jefe y me tomaba el tiempo que yo quería hasta para comer, pero ahora me toca en el tiempo que me diga mi jefe. Al principio fue raro y duro acomodarme a su tiempo, porque ese hombre pareciera que no se cansara”. Con los días solo queda la resignación o el dicho que Elvis usa de forma jocosa, lo recita entre risas “a lo hecho pecho, dicen los cachacos”. A diferencia de antes, que trabajaba hasta las seis de la tarde, ahora puede tener jornadas largas en las que comienza a trabajar a las siete de la mañana y termina a las siete u ocho de la noche, solo deja de trabajar para comer, para tomar un tinto o para fumar un cigarrillo.

De igual forma, Angelina le ayudaba con las cuentas y las finanzas a su esposo cuando tenían el negocio en Maracaibo. Pero al llegar a Colombia tuvo que empezar a buscar trabajo por su cuenta. Tuvo varios empleos informales, al final logró encontrar un trabajo formal, en el que le daban todas las prestaciones de ley, pero no le duró mucho, debido a que el local de Guanabanazos en el que trabajaba en la cocina preparando los pedidos de los clientes, tuvo que cerrar por la llegada de la COVID-19 a Colombia. Desde entonces ha estado desempleada, ella dice que se siente "triste porque es duro pasar de tener su plata y las cositas de uno a tener que pedirle a mi esposo que me dé para comprarme cosas, y eso no es fácil, porque uno se siente muy dependiente de él”.

Según José Buendía, profesor de Psicopatología de la Universidad de Murcia en España, el primer gran impacto al perder el trabajo es el síndrome de invisibilidad: “En esta sociedad, a pesar de la crisis, solo cuenta la productividad, el parecer o el tener”, por lo que las personas se empiezan a sentir dependientes e inútiles para ellos mismos y para su entorno, por eso se recomienda mantenerse ocupado con diferentes actividades mientras se vuelve a trabajar.

Angelina es consciente de lo anterior y busca la manera de sentir que aporta algo, “yo cocinaba todos los días para mi esposo y para Julián, que es el jefe de Elvis, porque Juli nos ha ayudado mucho, pero también porque, entre hacer el almuerzo, arreglar la cocina y ayudar a Migue con lo de la escuela, me mantenía ocupada. Y eso me gustaba porque siento que sí sirvo”.

Hace poco, una de las vecinas de Agelina le dio trabajo para vender eucalipto. Ahora pasa todo su día en la calle vendiendo esta planta medicinal muy usada para resfriados y problemas respiratorios, y de esta forma ha logrado sentir un poco de la independencia que sentía cuando tenía un empleo formal. Dice que “no es lo mismo, porque en un trabajo formal uno tiene un salario fijo, vendiendo eucalipto uno depende de lo que se venda en ese día. A veces es bueno, otras veces no”.

Para Miguel las cosas también cambiaron mucho. En Venezuela asistía a un colegio en un horario normal, y también fue así en Colombia cuando entró a segundo de primaria en un colegio cerca a su casa. Pero las cosas cambiaron por la pandemia y la implementación de la cuarentena. Él ya se había acostumbrado a sus compañeros, de hecho, dicen sus papás que "lo hizo más rápido de lo que esperábamos", pues le gustaba mucho asistir al colegio. “Yo extraño a mis compañeros. Tenía cinco amigos y jugábamos a muchos juegos que yo no conocía, como el juego  de las pastillitas”, recuerda Miguel. Ahora está la mayor parte del tiempo en el apartaestudio en el que viven, pasa las horas entre las tareas con su mamá y jugar con Florchi, una perrita de raza criolla que decidieron adoptar hace seis meses.

Elvis junto a Julián, su jefe, en una de las obras en las que trabajan. Foto archivo personal.

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Angelina y Elvis se han sorprendido de lo fácil que se ha adaptado Miguel a Colombia. De hecho, Miguel, al igual que su papá, dice que no se quiere regresar a Venezuela. “Yo ahora soy colombiano, venezolano ya no, allá nunca había luz ni agua, todo el tiempo la quitaban y era muy aburrido, por eso a mí me gusta más Colombia, aquí siempre hay luz y agua y uno puede comprar muchas cosas en la tienda, pues allá no había y las cosas eran caras”, tampoco extraña a la otra parte de su familia, pues junto a él llegaron sus dos padres, y eso, dice, es suficiente.

Lo que más le costó fue que sus compañeros del colegio lo entendieran, porque al principio lo molestaban por eso. Entre risas y a diferencia de muchos otros niños que se hubieran deprimido en su lugar, él dice: “Me molestaban, pero es que los otros niños eran tontos porque no sabían que allá en Venezuela tenemos otro idioma, pero yo no me preocupo, yo más bien les enseñé cómo se hablaba bien. Ahora ya me entienden, aunque también hablo más lento porque Juli decía que hablaba más rápido que los que narran los partidos de fútbol”.

Angelina, Elvis y Miguel no tienen ganas de regresar a Venezuela, están cómodos y cada vez más adaptados a la cultura y a la vida en Colombia, eso sí, seguirán soñando con que Venezuela vuelva a ser el país próspero que un día fue. Como dice Elvis: “Nadie se imagina que la vida le cambie tanto en 30 horas”, pero así fue, y ahora, desde que cruzaron la frontera, se enfrentan a los retos diarios que conlleva el ser emigrantes en Colombia durante la pandemia por la COVID-19.

*Foto de portada de Carlos García Rawlins - Agencia Reuters.

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