Redacción: Sofia Acero
Ilustración: Christopher Ortiz
La primera vez que te ví, aquel verano de 1980, tuve la certeza de que íbamos a pasar el resto de nuestra vida juntos. Bueno, tal vez no la primera vez que te vi, pero cuando nuestras miradas se encontraron, en medio de la algarabía natural de la plaza, con gritos de promociones y regateos en cada puesto, el latido de mi corazón me confirmó habían partes de ti que necesitaba conmigo, pero en ese momento no entendía porque me afectabas tanto; tú te mostraste curiosa, como si te dieses cuenta de algo diferente en mis ojos, que se sentían de un insignificante color café frente a unos ojos color mar, viento y esperanza, y yo, tomando una bocanada de aire, esperando que no se me notara el nerviosismo, te guiñé con toda la picardía y seguridad que pude reunir, me sentía absurdo, pero tu rubor lo valió.
Se convirtió en una rutina para mi tenerte siempre en mis pensamientos, al menos eso ayudaba a contrarrestar el dolor físico que ya parecía parte de mi. Anhelaba el día de plaza para poder inclinarme en esa pared que era testigo de miradas cómplices, de corazones latiendo apresuradamente y sueños contenidos, y así, contemplarte desde la distancia, aguardando el momento justo en el que cruzaras frente a mi y tu cabeza no pudiera evitar mirar a todo lado hasta encontrarme, en esos momentos era capaz de olvidar los gritos que invadian mi casa, la mano dura de mi padre que dejaba marcado mi cuerpo, y por primera vez un brillo de ilusión reemplazo lo opacidad del miedo. Ibas a ser mi esposa, de eso no había duda, claramente no te lo dije cuando me saludaste con esa sonrisa llena de esperanza y sueños, no quería espantarte, a fin de cuentas las palabras no importaban, sólo la convicción y los planes que empecé a crear en mi mente para una vida juntos. No me esperaba que tú también vivieses una situación parecida a la mía, pero comprendí que era así cuando unos dedos bruscos te tomaron del brazo y empezaron a gritarte, haciendo que perdiéramos el contacto visual y yo fuese testigo de cómo esa luz que resplandecía, se apagaba de pronto.
El recuerdo de las primeras palabras que intercambiamos juntos están manchados de sombras y fantasmas, es inevitable cuando tu no dejabas de mirar atrás con nerviosismo y miedo, esperando que no te descubrieran en aquella esquina conmigo, yo te tomé de la mano y la calidez de ellas me impedían soltarte, tu me miraste temerosa, a la vez que intentabas grabar mi cara en tu memoria, bajaste tu mirada y viste los hematomas en mi brazo y de tus delicados labios salió rebelde un gemido, rápidamente me bajé la manga, no quería que sintieras lástima por mí, pero ya era demasiado tarde, ahora tus ojos se asemejaban a un mar embravecido, y esa tempestad reflejó mi alma.
- No puedo hablar ahora - Lo dijiste mirándome directamente a los ojos, tras unos minutos, estaba decepcionado pero no me esperaba el aleteo de tus labios en mi mejilla, me daría mucha vergüenza que me vieras, tiempo después, frente al espejo mirándola embobado, cerrando los ojos para sentir tu calidez, anhelando que volviese a ocurrir. Sentí tu mano en mi bolsillo, pero cuando saliste a correr pensé que había sido solo una ilusión.
La carta que dejaste en tu bolsillo me revelaba lo que yo ya presentía, no iba a ser fácil convencer a tus padres de que te permitieran casarte conmigo, sabía que no tenía algo estable para mantenerte, pero no quería renunciar a ti, así que hice lo que nunca pensé que haría: Le pedí ayuda a mi padre, quien refunfuñando aceptó a darme un empleo en su taller, y así fue como empecé a ahorrar para nuestro futuro. Sin embargo, nada de eso funcionó, tu padre no me aceptó, todo en esa tarde fue un caos, y cuando me sacó prácticamente a rastras de tu casa, lo que se quedaría en mi mente sería tu mirada de desesperación.
Me encontraba sentado en mi habitación, con las manos en la cabeza esperando que de algún modo divino llegará una idea de como lograr nuestro objetivo, mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de alguien tocando la puerta, no esperaba que fueses tú, pero ahí estabas, te habías escapado de tu casa por estar conmigo, no puedo negarte que pensé en si era porque realmente me amabas o porque querías escapar de esa cárcel, pero en ese momento no me importó, tan pronto como pudimos tomamos un tren y partimos hacía Londres, donde empezaría nuestra nueva vida.
No existía mejor sensación que ser uno contigo, y cuando pude ver las estrellas a través de tu mirada, recostados uno al lado del otro mirando el firmamento, recordando como momentos antes escuchaba tu respiración agitada en mi oído mientras susurrabas mi nombre, yo moviéndome lentamente intentando no explotar de felicidad, buscando la manera de entender que fuese posible que el corazón latiera tan rápido y que tu cuerpo se sintiera como mi hogar, supe que ahora ellas iban a ser nuestro escondite seguro, a las cuales volver cuando las cosas se pusieran complicadas. Fueron testigo del derramamiento de mi alma fundiéndose con la tuya, y ahora serían cómplices de una vida juntos, llena de altibajos, y vaya si los hubo.
Decidimos romper el molde, dejar de lado toda la oscuridad que rondaba nuestra infancia y pintar nuevos sueños e ilusiones, se me llenan los ojos de lágrimas al recordar cómo verte pintar llenaba de colores mi alma, envidiaba la forma tan sencilla que tenías de plasmar cada pensamiento en aquel lienzo que en algún momento fue blanco. Pintabas los colores, pintabas la oscuridad, pintabas la alegría, la tristeza, pintabas la pasión. Casi eras capaz de pintar con los ojos cerrados, y no era extraño ver una sonrisa aparecer en tus labios, o una lágrima caer por tu suave mejilla, pintabas como si el pincel fuese una extensión de ti, y yo, recostado en el borde de la puerta, me deleitaba viendote tan ensimismada, en tu mundo, tan tu. Era imposible no enamorarme de ti cada día.
Claramente, las personas con las que empecé a relacionarme en la empresa donde empecé a trabajar no veían con buenos ojos que pintarás, sus comentarios cargadas de mordacidad y miradas de juicio lo dejaban bastante claro, y cuando me dijiste que querías estudiar para ser escritora, un sueño que siempre me había pertenecido a mi pero que dejé escondido en el rincón de mi cerebro donde guardaba sueños imposibles, aprovechando la oportunidad que le daban a las mujeres de poder ir a la universidad, esas miradas aparecieron en mi mente, pero fue reemplazada por la tuya, llena de anhelo y expectativa, no pude hacer más que apoyarte.
No sé en qué momento pasó, solo permití que la soledad y el descuido dominaran mis pensamientos, cauterizandolos de tal forma que aquellos labios ajenos no se sentían extraños en mis descuartizados y secos labios, aquellas manos más resecas que las tuyas, que me acariciaban lugares que hace tiempo nadie acariciaba y que me hizo recordar que existían, que yo era un cuerpo que aún era capaz de sentir, aunque no eras tu quien lo despertaba, estabas demasiado ocupada para hacerlo, viajando de lado a lado llevando tus manuscritos y dejándome a mi solo en lo que antes era nuestro hogar.
Mirarte a los ojos para decirte lo que pasó no fue sencillo, cuando tu cara se mostró inexpresiva y saliste de la habitación sin decirme nada pensé que todo se había acabado, horas después, un suave sollozo encontró mis oídos, estabas acostada en tu lado de la cama, la almohada llena de lagrimas, te abracé por detrás y tu te volteaste para refugiarte en mi pecho, cuando lograste parar de llorar me miraste pidiéndome perdón, prometiendome que ibas a poner de tu parte para que esto funcionara, y yo te creí, volví a recordar tu cuerpo, a escuchar fuegos artificiales y perderme entre cada constelación que formaban tus lunares. Mi promesa silenciosa, hecha mientras te acariciaba tú sedoso cabello, fue que iba a estar contigo hasta la muerte.
Después de la llegada de nuestro principito, como tu lo llamabas, todo rencor pasado se disipó, tu continuabas pintando estrellas y creando constelaciones con tus letras, y yo vivía feliz, agradeciendole al cielo, claro y despejado, por tenerlos a los dos. Una felicidad que fue apagada por un diagnóstico médico, que arrancó sueños futuros y llenó el cielo de nubes oscuras y densas. Tu cabello se había despedido, tus huesos se esforzaban por notarse cada vez más, y a pesar de eso no perdiste la sonrisa, las ganas de vivir, mientras yo, sentado en el piso de baño, derramaba todas las lágrimas que evitaba en tu presencia, arañaba mi pecho intentando que el dolor se fuera, reprimia gritos con el puño entre mi boca hasta que el cuerpo dejaba de ser cuerpo y yo me sentía vacío, casi preparado para volverte a ver.
Días de oscuridad, de negación, de recordar la cabeza del doctor moviéndose de lado a lado, gritándome con los ojos que ya no estabas, el entumecimiento que se apoderó de mi cuerpo, lo apagadas que se veían las estrellas sin que tu las miraras. El mugre se fue acumulando, los colores fueron desapareciendo, no reconocía la mirada que me devolvía el hombre desde el espejo, no se como existir sin ti. Solo quiero que vuelvas, pero no lo harás, y tengo que aceptarlo.
Escribo esto con la intención de no enterrarte en lo más profundo de mi ser, si no de que vivas a través de mis recuerdos y mis letras, tal vez así le encuentre sentido a mi alma: Mirando a través de lo que fuimos, de lo que fuí a tu lado, de lo que debo ser a partir de ahora, que ya no estas. Aunque la única persona que deseo que lea esto, eres tu.