Redacción: Sofia Acero
Ilustración: Angie Martinez
Hay cosas que llegan en tu vida en el momento más indicado, cosas temporales, que sabes que no durarán para siempre y que tienen la fecha de caducidad casi tatuada en su ser, pero no puedes evitar entregarles todo tu corazón, derramar en ellas todos tus sueños, volverlas parte de tu rutina e ignorar ese susurro en un rincón de tu cabeza que te dice que el tiempo se agota. Me había dejado llevar por la realidad, por el mal, por la oscuridad, y simplemente caminaba por la vida esperando… nada, hasta que ella llegó a mi, la prueba de que hay algo superior a nosotros que nos regala cosas más allá de nuestro entendimiento.
Caminaba por las calles rumbo a mi casa, arrastrando los pies sin fijarme en lo sucios y rotos que se encontraban mis zapatos, con la cabeza observandolos desprovisto de algún pensamiento, hasta que ese olor me hizo levantar la cabeza, mi cuello crujía a causa de la extraña posición que tomó, habia olvidado lo bien que se sentía echar los hombros hacia atrás y apreciar como tu cuerpo se prepara para seguir enfrentándose a la batalla. Esa fue la primera experiencia satisfactoria que vivía en mucho tiempo, y solo por su olor. Mis ojos se encontraron con su amarillo absorbente del otro lado de la vitrina, sus pétalos apuntando directamente a mi rostro, invitandome a tocarlos y no soltarlos jamás.
De repente empezó a llover, el agua cayendo del cielo me obligó a entrar en la floristería, aún estaba muy lejos de mi casa como para salir a correr, y así fue como me ví frente a ella, la primera manifestación de vida que me atraía realmente, me acerqué y tomé su maceta entre mis manos, escuché de fondo la voz de una mujer que me decía su precio y yo, sin pensarlo demasiado, saqué lo que me pedía y le dije que agregara todos los utensilios que necesitaría para cuidarla, la miraba embelesado, era hermosa, después de unos minutos levanté mi cabeza y ví que había dejado de llover, ahora el sol alumbraba para mi a través de ella.
No perdí el tiempo en disponer todo mi hogar para ella, arreglar el jardín trasero, medir el lugar en el que el sol le iba a caer mejor, plantarla allí y admirar mi nueva adquisición: Un hermoso lirio de pétalos amarillos que llenó mis días de luz.
Llegó un nuevo día y después de realizar todas las actividades rutinarias de la mañana me dirigo a la llave que está cerca a mi flor y me dispongo a regarla, la realidad era que no sabía cómo tenía que cuidarla, pero quería que estuviese bien, perfecta, que no le faltase nunca agua y pudiera notar lo especial que era para mí. Empiezo a llenar la regadera con agua, una gota tras otra cae uniéndose a sus compañeras en un compás perfecto entre la llave y el recipiente, ese ritmo me cautiva, y de pronto me veo siguiéndolo con mi cabeza, una detrás de la otra, una detrás de la otra, paz y tranquilidad me envuelven, mientras los segundos pasan de fondo y yo admiro la pureza y transparencia del líquido que desciende lentamente y comprendo nuestra inherente necesidad por este, por sentir su frescura invadiendo toda nuestra esencia y la desesperación que causa no poder tenerla en esos momentos de desierto y sequía.
Recuerdo a mi flor, que aguarda pacientemente a dos metros de distancia a que la riegue, la cuide, la proteja; el agua sigue cayendo y yo comprendo que voy a necesitar grandes cantidades de ella para que mi planta esté fuerte y vigorosa, nunca es suficiente, y aún no conozco de excesos, menos cuando se trata de demostrar todo el agradecimiento que tengo hacia mi lirio y la forma en la que ahora veo la vida por él.
El agua está a punto de desbordarse y me apresuro a cerrar la llave, está dura, no quiere ceder, pero con toda la fuerza de la que dispongo logró volver a ponerla en su lugar y el reto ahora consiste en levantar la regadera que se encuentra a pocos centímetros de expulsar todo el líquido que contiene, intentó levantarla pero mi esfuerzo es inútil, una vez lo intento, no hay respuesta favorable, lo hago otra vez, siento como se desprende un poco de la tierra, a la tercera vez, casi encorvado hacia la regadera logró levantarla y ponerla entre mis manos, avanzó unos cuantos pasos así, en esta incómoda posición y viendo con horror como pequeñas gotas corren despavoridas del recipiente y se confunden con el verde del pasto, una gota menos para mi planta, dos gotas menos, tres gotas menos… No puedo seguir viendo como desaparecen, por lo que al final decido bajarla, pongo las manos en mis caderas intentando regular mi respiración, inclino mi cabeza como si de esta forma alguna viniera a mi alguna idea de cómo lograr llegar al otro lado, pero nada sucede, entiendo que la única manera es utilizar mi fuerza y seguir avanzando, tal vez si estaba cargando más agua de la necesaria, debería detenerme y derramar un poco en el suelo, pero no podía evitar pensar que mi planta la necesitaba, y no permitiría que por mi debilidad ella obtuviera menos de los que se merecía, no pensaba retroceder los pasos que ya había avanzado, por lo que hice que mi agarre sea más firme y continué dando un paso tras otro, el siguiente más complicado que el anterior, pero tengo que alcanzarla, tengo que intentar dar otro paso con el fin de llegar hasta ella, no puedo rendirme ahora.
Es poca la distancia que he avanzado y siento cómo mi cuerpo comienza a rendirse y a pedir un descanso pronto, descargo un momento la regadera y noto que mi mano se está tornando roja en el lugar donde todo el peso del objeto recae, la sacudo esperando que el viento se lleve el ardor y algunas gotas color escarlata caen al suelo, me concentro en subir un poco más la regadera para que mi cuerpo avance en una posición distinta, logro ponerla en mis rodillas y recorrer un poco más de distancia, ya falta poco, la cambio a mi otra rodilla dejando atrás el círculo oscuro que queda en su antecesora como una sombra del esfuerzo que hago por llevarla a mi destino.
Avanzo otros pasos, pero me siento cada vez más lejos, toma todo de mi poner la regadera a lo alto de mis costillas, pero lo logro, y sigo avanzando, verla a unos cuantos pasos de mi me motiva a seguir haciéndolo y por fin llegó hasta ella, todo el esfuerzo había valido la pena, ahora que la tenía al frente y la emoción expectante que desprendían sus pétalos hacia el baño que iba a recibir me hizo darme cuenta que hubiese repetido las veces que fuera necesario el mismo tortuoso viaje con tal de verla y hacerla feliz, comienzo a regarla e intento que ella sienta en cada gota el aprecio, cariño, agradecimiento, admiración y encanto que causa en mi, no mido los litros de agua que derramo sobre sus pétalos, en su tallo y finalmente en sus raíces, me siento orgulloso del esfuerzo que realicé y continuo vertiendo miles de gotas sobre ella, cerré los ojos y disfruté de la sensación de tener a alguien bajo mi cuidado, a quien poder regalar toda mi atención y convertirla en mi propósito, casi escuchaba el sonido del agua siendo escupida, pero no podía ser nada malo, nada que valiera la pena para interrumpir este momento, después de varios minutos abrí los ojos y empecé a notar como los pétalos que eran de un amarillo brillante poco a poco se desvanecian pasando por varias tonalidades de café, no podía evitar seguir regandola, seguir derramando mi amor en forma de agua, manifestado en ésta acción mi atención por ella, yo solo quería regarla y mantenerla feliz.
La desesperación al ver como la vida se volvía cada vez más oscura empezó a manifestarse, miraba a mi flor y no la reconocí, no era la misma de hace unas horas. Asfixiada. Ahogada. Muerta. Nadie muere por exceso de cuidado, eso pensaba yo. Quién diría que el líquido que causó que me acercara a ella fuese el mismo que hoy la alejaba de mi. No hay nada más subestimado que una gota de agua, aunque esta puede ser la diferencia entre vivir o morir.