Todo comenzó con la firma del pacto de Ralito, el 15 de julio de 2003, entre el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En él, las partes se comprometían al inicio de una etapa de negociación para lograr la paz en el país. Pablo Prada era el comandante político de uno de los bloques más importantes de la organización paramilitar: una ficha clave en las negociaciones. Para él, el verdadero reto era convencer a los activos armados para que se desmovilizaran. En total, 31.671 hombres se desmovilizaron en 38 actos diferentes.
Entrega de armas de los miembros de las AUC. Foto del Centro Nacional de Memoria Histórica.
En ningún momento se imaginó por lo que tendría que pasar, pero desde el principio estaba más que dispuesto a asumir el reto. El acuerdo empezó a cambiar la vida como la conocía: debía asistir a cursos de reinserción social y educarse en cursos técnicos y tecnólogos en el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena). Todo con un salario que era “muy bueno”, dice Pablo con ironía. Según informó Semana en 2016, el gobierno dio poco más de 20 millones (para cubrir gastos durante los dos primeros años como civiles) a los miembros de las AUC que se desmovilizaron.
Mientras los acuerdos se llevaban a cabo y todavía ejercía como comandante, Pablo buscaba formas de salir del estilo de vida criminal. Mientras caminaba hacía la casa de uno de sus amigos más cercanos en Barrancabermeja, Santander, y con un poco de tristeza en su voz, habló sobre cómo había intentado asistir a una iglesia cristiana. Se sentó y estuvo todo el culto hasta que alguien de la congregación lo reconoció. El pastor le hizo saber que no era bienvenido en esa iglesia, pero decidió ir el siguiente domingo bajo la premisa de que “Dios nos ama a todos por igual”. No lo dejaron entrar, una señora le dijo que no era bienvenido y Pablo se marchó resignado. Al verlo tan afectado, su jefe de guardaespaldas preguntó: “¿A quién hay que pelar, señor?”, “a nadie”, se limitó a responder.
Ubicado en el sector de Chapinero, en la ciudad de Bogotá, no tenía las mejores condiciones: había rentado un lugar que tenía en la planta baja una tienda de ropa usada que vendía a habitantes de la calle que tenían cómo pagar. En el segundo piso, que en realidad era un altillo que él mismo llamaba la “suite presidencial”, había un pequeño pasillo con un colchón en el que dormía. Pablo, junto a su esposa Jacqueline Villanueva y su hija mayor, Dayana Prada, tenían un negocio con el cual podían sobrevivir.
Formación juvenil en el municipio de Cantagallo - Bolívar. Foto de Juan Pablo Rodríguez.
Decidió inscribirse en el Instituto de Entrenamiento Bíblico CEBCO. En este lugar conoció a al pastor José Magaña, la primera persona que le tendió la mano y quien hoy es su más grande amigo. Magaña notó que Pablo siempre vestía una camisa camuflada y un pantalón de jean. “Te voy a regalar unos trajes que tengo, Pablo”, le hizo saber el miembro de la iglesia. Después del regalo, el pastor insistió en conocer el lugar en el que vivía. Pablo estuvo más que contento por invitarlo a su hogar. Cuando llegaron al local, Magaña lo felicitó y le dijo: “Yo te pedí conocer tu hogar, no tu negocio”. Entonces, Pablo lo guió hasta el altillo: “Te voy a llevar a mi suite presidencial”. Quedó asombrado al saber cómo era el lugar donde vivía Pablo y que, con todo, Pablo transmitiera felicidad y orgullo de que ese fuera su hogar.
De la mano del pastor Magaña, inició sus fundamentos como cristiano y preparaciones para pastor. “He tenido un gran mentor”, dice refiriéndose a José Magaña, “incluso llegué a manejar la seguridad en la iglesia y así podía tener un ingreso con el cual sostenía a mi familia mientras trabajabamos de la mano de mi esposa e hija con habitantes de calle en Chapinero”. Según el portal del diario El Colombiano, solamente el 20 % de los desmovilizados encuentra un trabajo formal. “La Iglesia comenzó a crecer y nos veíamos bendecidos por Dios. Me llevó hasta Bogotá, un lugar donde nadie me conocía, para iniciar de nuevo y darme una familia”. No quería volver a Barrancabermeja, donde todo el mundo conocía su pasado.
La pastora Jacqueline, su esposa, siempre quiso tener un hijo. Soñaba con enseñarle a jugar fútbol y llevarlo al estadio a ver partidos de Millonarios, equipo capitalino. Cuando se enteró que estaba embarazada de dos niñas se echó a llorar “yo solo quería un niño pero voy a tener dos niñas”. Después supieron que el embarazo era de alto riesgo: la vida de la madre y de las niñas corría peligro. El día en que nacieron las niñas, Pablo decidió hacer un culto en la iglesia, con la confianza en Dios de que todo saldría bien, y así fue. A pesar de su situación económica, a través de la Asociación de Iglesias Iglecam, y apoyada por otros pastores, la pareja de esposos logró conseguir todo lo necesario para criar a sus hijas.
Resultado de la reinserción y transformación en Barrancabermeja. Foto de Juan Pablo Rodríguez.
Toda su vida seguía normal, tenían una buena casa, una iglesia a la que asistía, buenos amigos en quienes podía confiar y una familia unida. Un día, vino una noticia inesperada para todos: Pablo le dijo a su esposa y a sus hijas que Dios lo llamó a abrir obra en Barrancabermeja. Para su esposa no fue una buena noticia, “no me gustaba Barranca, el calor me sienta muy mal.” Dayana, una de sus hijas, tampoco quería dejar la ciudad. Estaba a punto de ingresar a la universidad para estudiar Veterinaria y en Barrancabermeja no tendría esa oportunidad. Pablo, por su parte, estaba decidido a volver. Emprendieron camino y dejaron todo atrás.
Su llegada a Barranca fue todo un reto, con el tiempo abrieron dos obras cristianas –una en la cabecera del municipio y otra en Cantagallo, Bolívar. Un sábado en la tarde, Pablo tomó una chalupa que lo llevaría por el río Magdalena hasta Cantagallo. Tenía que navegar por más de cuarenta minutos. Ahí lo esperaban unas motos para transportarlo al pueblo. Una de las personas que lo saludó con afecto fue Huguito o Hugo Mejía, uno de los líderes en la obra que el pastor Pablo tiene en Cantagallo. El plan era adelantar una vigilia esa misma noche y resultaba urgente invitar y convocar a un buen número de personas.
Entre la caminata bajo el intenso calor que hacía esa mañana en Cantagallo, Pablo saludó y conversó con muchas habitantes. Habló sobre los temas de la iglesia, las necesidades del pueblo, las actividades que debían hacer y saludó con respeto a un grupo de policías que vigilaban sus pasos y le acompañaban en su recorrido. A pesar de ser reinsertado y estar ahora en el camino de la legalidad, Pablo sabe que todavía existe algún riesgo por su seguridad.
Imagen de Pablo Prada. Foto de archivo personal.
Esa noche la vigilia se llevó a cabo sin mayores problemas. Cenó y se acostó tranquilo por lo que había visto esa noche en la iglesia. Ya en la madrugada del domingo, Pablo emprendió el camino de regreso pues ese día tenía culto a las diez de la mañana en Barrancabermeja. Esa celebración fue concurrida, emotiva e intensa. Mucha gente se le acercaba, hablaba e interactuaba con él, muchos, dicen, conocen su pasado, pero también aceptan que el camino de la palabra está lleno de arrepentimientos y de fe, otros le expresaron su cariño y su respeto. La historia de vida de Pablo es la historia de alguien que estaba extraviado y que encontró la ruta para volver, con su ejemplo, a ser un referente para su familia, sus amigos y su iglesia.
Esa noche de domingo, Día de la Mujer, Pablo decidió pasar a visitar a su madre en compañía de su esposa. Allí compartió con ella unos alimentos y un rato de anécdotas y recuerdos. Lola Lozada, la mujer que le dio la vida, ve en el rostro y en el corazón de su hijo la transformación, “es otra persona”, confiesa.
Su pastor y mentor, José Magaña, habla de él como si fuera su propio hijo. “Una vez quedé sorprendido del poder de la palabra en Pablo. Logró reunir, en frente de muchas personas, en una sola mesa, a miembros de las antiguas Farc, de las AUC y del ELN. Hablaron, se miraron a los ojos, se reconocieron como seres humanos y no como enemigos. Eso fue algo que no se había logrado en la historia”, recordó.