Era domingo 25 de febrero de 2018. Noche fría en la capital de Colombia. Poco importaba en dónde pusieras la mirada, no había nadie, excepto una enorme sombra, que se acercaba lentamente entre las pálidas luces de unos cuantos postes de luz. La sombra emitía un chirrido que podría, incluso, provocar algo de miedo, un clásico miedo a la oscuridad, a la soledad, a lo que no conocemos. El viento helado de las noches en esta ciudad no suele tener piedad con casi nadie, sobre todo, con aquellos que están solos y desprotegidos.
Mientras más se acercaba la sombra, era más fácil ver que el frío también la dañaba. No había nada de inmortal en esta sombra, los chirridos se transformaron en un golpe seco cuando la sombra dejó caer un costal lleno de latas. La luz de los postes puso al descubierto algo de vapor, sudor, cansancio, timidez, e incluso, una sonrisa. La sombra ya no era tal, ahora era una figura humanada compuesta de trapos y ropas desgastadas. El miedo se había ido, solo quedaban sonrisas y largos caminos por recorrer. En definitiva, era ya casi medianoche en aquel puente de la Avenida El Dorado en Bogotá. Aquella sonrisa pertenecía a Andrés, los costales también y la sombra, finalmente, había dejado de existir.
“¡Qué frío tan ‘hijuemadre’!”, se escuchó salir de su temblorosa mandíbula. Mientras abría uno de los costales buscando algo. Sus dedos manchados de aceite encontraron un pan, el cual sacó con extremo cuidado. “Muy bueno el pan de la otra vez. Daniela estaba feliz cuando le llevé la bolsa, pero solo le regalé tres, ¡el resto son míos! Son mi tesoro”, decía Andrés con orgullo, mientras cerraba la bolsa.
Muchas personas mantienen la costumbre de compartir este séptimo día en familia con alguna cena, película, programa de televisión o paseo. Y el día, normalmente, se hace corto. En este lugar, en la calle, alejado de comodidades que brinda el dinero, eso no existe. No los domingos. No de tal manera, para ser más específicos. “Hoy todo el día es para dormir, nadie se reúne, no hay ‘parche’, pero mañana la cosa cambia ¡Mañana es lunes!”, sentenció. Al tiempo en que levantaba sus pertenencias.
Ya no arrastraba el costal lleno de latas, ahora lo cargaba en su espalda. Era bastante tarde, había que caminar unas cuantas cuadras y no quería despertar a nadie. “Daniela nos está esperando en la mansión, anda medio brava”, dijo entre risas.
Cobijas amarradas con cuerdas y palos, colchones rotos, trapos, más cobijas y bolsas plásticas rellenas que sirven de almohadas. Así era esta mansión, sin mayordomo, sin piscina, sin sala, sin ventanas, sin puertas. Pero con Daniela, una mujer de carácter duro, exiliada en Bogotá por una persecución violenta en contra de su familia en la ciudad de Bucaramanga. Ella estaba siempre dispuesta para compartir algún pan o fruta al que llegue en busca de un lugar en donde pasar la noche.
En junio de 1997 una mujer corría desesperada por las calles de Villa Rosa en Bucaramanga, no estaba sola. Una sombra que no dejaba de llorar hacía presión en su mano derecha, la mujer intentaba escapar de la muerte. Su marido había sido asesinado por una deuda y tenía que salir de la ciudad ese mismo día. El destino era Bogotá, la sombra que hacia presión en su mano era una joven Daniela, asustada y confundida. Una muchacha muy diferente a la fuerte Daniela que cuida hoy en día los ‘cambuches’ y que se gana unas cuantas monedas haciendo mandados.
“Mi papá fue baleado por unos primos. Nuestras familias no se querían y mi mamá tenía que salvarme, esa noche corrimos hacia un bus que venía para acá, pero sólo nos alcanzaba para un pasaje, entonces mi mamá se quedó”, relataba triste. “Ella me dijo que buscara a Rodrigo Alvarado, un amigo de mi papá que vivía en la localidad de Bosa, supuestamente, allá me recibirían”, concluyó, con la promesa de contarme más sobre el tema al siguiente día, mientras se acomodaba entre las cobijas para dormir.
Andrés anunció que a las 10:00 a.m. iniciaría la búsqueda de reciclaje, la caminata sería larga y, además, nos encontraríamos con Jair, su mejor amigo. Los ronquidos de Andrés eran fuertes, sus problemas respiratorios evidentes. La tos de otros habitantes de la calle que dormían cerca intentaba competir con aquellos ronquidos en cuanto a ruido se refiere. El colchón daba comezón en la espalda y Daniela lo detestaba, pero era eso o unas piedras con lodo. Por su parte, Andrés dormía plácidamente, sin interrupción, sin quejas, arrullado, posiblemente, por sus propios ronquidos. La pequeña fogata que calentaba sus pies poco a poco se fue extinguiendo y, con ella, la poca luz del ‘cambuche’. Solo quedaba el sueño.
Era lunes 26 de febrero de 2018 en la mañana, el sonido de los carros que se abalanzaban sobre Bogotá como si se trataran de hormigas sobre un león herido, era ensordecedor. Sin dudas se trataba del despertador natural de las 9.538 personas que tanto el Distrito como el Departamento Nacional de Estadística (DANE) han identificado en el último censo de habitantes de calle realizado en los últimos meses. Personas de carne y hueso, pero muchas veces sombras para nuestros ojos, con problemas, sentimientos y temores. Habitantes de calle que vemos todos los días, pero bajo las propias palabras de Daniela: “Tratados como una cifra, un defecto”.
Andrés se levantó de su colcha, se comió una manzana un tanto añeja que sacó una mueca de su boca, se despidió de Daniela chocando los cinco y empezó su caminata. El destino era el barrio Modelo. “Doña Lucía no anda en la casa por estos días, ella tiene sobrinos, plata y le gusta viajar, pero siempre nos deja una bolsita con comida o ropa en la reja de su casa y toca ir. Ella me tiene aprecio y nos colabora con cosas, porque a veces le paseo los perros o se los baño, lo que no deja tocar son los gatos. Son una ‘machera’, pero la señora cuida esos animales, son demasiado bonitos”, afirmó.
Ahora empezaba su camino de siete kilómetros hacia el norte de la ciudad, no sin antes encontrarse con su amigo Jair en el barrio Chapinero, donde juntos recolectaban materiales para reciclar. Se puso su nueva chaqueta negra, la brisa traía consigo algunas gotas de lluvia. Cada paso que daba estaba acompañado de las miradas de personas que también iniciaban sus días, iban en grupo y con ropas elegantes, portafolios y paraguas. La sombra había regresado, Andrés se transformó, nuevamente, en ese ente que llamaba la atención. Nadie quería compartir el andén con esa sombra. “¡Cuidado!”, dijo un hombre a un niño, cuando este caminó cerca por donde iba Andrés.
“Por acá pasa mucho empresario, toca es tener cuidado con los ‘aguacates’- así les dicen a los policías-. Creen que uno no es honrado, la otra vez le quitaron los costales al Jair con todo el reciclaje que había recolectado durante el día, y eso a mí me dolió, porque a él le toca muy duro, pero se lo buscó al pasársela siempre por allá en Chapinero dando ventaja y ¡claro! Al ‘man’ ya le montan inteligencia”, afirmó, bastante decepcionado.
Los primeros tres kilómetros de recorrido fueron parecidos a una clase magistral, pero de atajos entre cuadras, zonas verdes y parques. Algunos vendedores saludaron a Andrés y le entregaron bolsas con material para reciclar o algún alimento que él guardaba en un contenedor de poliestireno para almorzar después. Los botes de basura eran vitales para el trabajo de Andrés, pues muchas bolsas de plástico, latas y otros materiales útiles para el reciclaje representaban una pequeña ganancia.
“Yo nunca he robado a nadie y lo digo con la mano en el corazón, las necesidades están, pero siempre me rebusco algún trabajito que me permita ganar moneditas. Eso sí, a los buses no me meto, no me gusta tener problemas”, dijo, sentado, mientras almorzaba en pleno aguacero cubierto por plásticos y su chaqueta. Sus manos le servían de cubiertos y dejaba que la lluvia se acumulara en el contenedor, para beberla enseguida. Después de eso se puso de pie, era hora de seguir, dejar a Jair ‘plantado’ no era una opción.
Jair esperaba en una esquina con una bolsa llena de ropa, probablemente toda su ropa, venía de pedir monedas en estaciones de Transmilenio y edificios. Desde la intervención por parte de la Alcaldía de Bogotá, la Policía Nacional y el Ejército Nacional a la zona del Bronx el 28 mayo de 2016, la vida de Jair había cambiado para siempre: no podía regresar al lugar donde solía dormir, y muchas de sus pertenencias fueron confiscadas. La parte buena era que ahora estaba libre de los constantes maltratos y abusos que recibía por parte de algunas bandas que dominaban el sector, pero la vigilancia constante por parte de la policía también le generaba problemas. “Ya casi no dejan trabajar. Me subo a los buses e intento vender dulcecitos, pero no hermano, medio lo ven a uno y lo sacan. La otra vez la gente se quedó con los dulces porque no me dejaron ni recogerlos, la verdad es que ya me identifican por el sector y ‘pailas’, ahora me toca recoger reciclaje”, decía.
Andrés conocía a Jair desde los 17 años, los dos pasaron su infancia en la zona franca de Bogotá. La abuela de Andrés, doña Mariela, los crió y los mantuvo hasta que cumplieron la mayoría de edad.
“Esa señora amaba a Andrés, a mí me miraba ‘rayado’, se suponía que yo era la mala influencia porque era callado y medio bravo. Plata no teníamos, porque no trabajamos, nunca hicimos el bachillerato y cuando la señora falleció, ya de ‘cuchita’, nos tocó salir a conseguir algo. Nos metimos en una barra de ‘Millos’, -un equipo de fútbol- aunque para Andrés el único equipo que importa es el de la Selección Colombia. Al principio era una ‘chimba’ porque veíamos los partidos gratis, pero los jefes nos ponían la condición de vender, entre la barra y a la salida del estadio, algo de ‘merca’. Yo acepté porque necesitaba la plata y el Andrés también se metió, pero con los años yo me volví adicto y terminé viviendo en ‘El Cartucho’ y el ‘man’ (Andrés) se fue, pero no cuento más”, concluye.
La casa en la que Andrés se crió duró abandonada varios años, hasta que unos familiares de la señora Mariela llegaron para vivir como repartición de herencia. Esteban (primo de Andrés) y Angie (pareja de Esteban) viven junto con sus dos hijos, por mucho tiempo han intentado convencer a Andrés para que acepte entrar a los proyectos de integración social que tiene el Distrito, pero siempre que intentan buscarlo se llevan un no como respuesta y, según Angie, “una que otra pataleta”. A pesar de eso, ellos tomaron la decisión de facilitar información sobre Andrés a la oficina, y estos le proporcionan donaciones tanto a él como a Daniela.
El barrio Modelo estaba vacío, los lunes la gente se va trabajar y los niños volvían de sus colegios tarde, por lo tanto, la presencia de policía o de personas caminando por los parques y andenes era mínima. Andrés recordaba de memoria el camino hasta la casa de la señora Lucía, se puso frente al timbre, lo hizo sonar tres veces, pero nadie salió a recibirlo. Nadie, excepto uno de los gatos blancos con manchas amarillas que bajaba con gran agilidad del tejado y con su esponjoso pelaje saludaba a Andrés. “Son lindos los ‘hijuemadres’, estuviera la señora Lucía me regañaba, es celosa con estos gatos”, decía sonriente.
En la parte trasera de la casa había un pequeño parque vacío que limitaba con las rejas, ahí todos los lunes colgaba una bolsa que podía contener comida, ropa o algún objeto que le fuera útil a Andrés. “Me gusta cuando deja pan o salchichas, uno no tiene la oportunidad de comer eso, por lo menos no ‘picho”, dijo Jair.
La tarde ya había empezado y era hora de regresar. Una de las razones por las cuales tanto Andrés como Daniela trabajaban tan lejos del lugar donde habían dormido la noche anterior, era por los controles policiales. Siempre que dormían bajo algún puente que estuviera cerca a algún centro administrativo o comercial, también tenían que tener pensado en dónde dormirían la siguiente noche. Mientras Andrés recorría la ciudad, Daniela desarmaba la mansión (‘cambuche’), guardaba todo en bolsas negras y se marchaba para Bosa. Jair se despidió de Andrés con la promesa de verse mañana a mediodía para llevar lo recolectado hoy y reclamar monedas. “¡Despídase de su cuarentón!”, gritó Andrés. “Deje de hablar, que le faltan como cuatro o seis años para eso”, respondió Jair.
Según el informe Bogotá Cómo Vamos “cada 9 de 10 habitantes de calle son hombres, 6 de cada 10 son nacidos en Bogotá, el 44,3% están bajo esta condición por problemas familiares y el 33,8 por consumo de sustancias psicoactivas, el 93,8% de los habitantes de calle han afirmado consumir drogas, el 16% duran de 11 a 15 años en las calles, el 26% de los habitantes de calle van desde los 27 a los 59 años de edad, 8% sin educación, 36% primaria, 53% secundaria y 2% superior”.
Era junio de 1997 y una asustada Daniela llegaba a Bogotá sin saber qué hacer, su padre estaba muerto y probablemente no vería a su madre en mucho tiempo. Lo único que sabía era que tenía que buscar a Rodrigo Alvarado en la localidad de Bosa, pero ella no sabía que las localidades de Bogotá eran demasiado grandes y encontrar una persona en específico sin ninguna dirección era una tarea difícil. “Yo me bajé en la terminal y empecé a llorar, no sabía qué hacer y me quedé dormida debajo de un árbol con toda mi ropa encima, el frío era terrible. Fue la primera de muchas noches en la calle”.
Las cosas iniciaron mal y con el paso de los años Daniela nunca encontró al señor Alvarado. Intentó conseguir trabajo en un restaurante, pero sin ningún tipo de educación le fue imposible conseguir empleo, y tuvo que entrar a la prostitución para poder subsistir. “No me arrepiento, estaba ganando bien y tenía un ‘cuartico’ en un motel cercano, comía tres veces al día y los administradores me trataban bien, los problemas comenzaron cuando algunos clientes se pasaban conmigo, e incluso, me golpeaban, estaba muy triste y una amiga me empezó a traer droga y yo la consumía. Los administradores me echaron y empezó mi vida como habitante de calle”.
Pasaron siete años en los que Daniela buscó dinero por todas las maneras para comprar drogas hasta que conoció a Andrés, y empezaron a trabajar en equipo para conseguir alimento. “Andrés es muy tragón, pero es por lo alto, así que con el tiempo entendí que la comida era más importante que la droga, sinceramente aún consumo, pero mucho menos que hace años, me siento más limpia”, dice con orgullo.
El punto de encuentro de hoy para dormir era el barrio Fontibón, Daniela ya lo sabía y en cualquier momento llegaría. Así que era hora de que la sombra continuara con su camino, pero ya no como alguien desconocido entre la oscuridad, sino alguien sonriente ante la adversidad, el dolor y las necesidades. Una sonrisa en la oscuridad es todo lo que necesita para ser valorado justamente como una persona y no una cifra.