Desde la Constitución de 1886, se le ha atribuido carácter obligatorio a la prestación del servicio militar en Colombia. Allí se establecía que todo colombiano debía tomar las armas cuando las necesidades públicas lo exigieran, para defender la independencia nacional y las instituciones patrias. La ley 1 del 19 de febrero de 1945, establece que todo varón colombiano está obligado a inscribirse para la prestación del servicio militar.
En 1991 esta ley es regulada, lo que generó una transformación en la cultura jurídica respecto a la carta del 86; uno de los cambios más relevantes, fue que no se permitía el reclutamiento de menores de 18 años, ya que, en otros tratados, se contemplaba como edad mínima los 15 años. La última regulación de esta ley se lleva a cabo en el 2017. Allí se mejoran las condiciones de los colombianos que prestan el servicio militar por medio de incentivos y beneficios relacionados con trabajo y estudio.
En el 2006, Iván Steven Barrera Rodríguez, un bogotano de 18 años, recién egresado del colegio Robert Hooke, ubicado en el barrio Restrepo de Bogotá, busca definir su situación militar. Se presenta a la Policía Nacional de Bogotá, para prestar el servicio militar obligatorio como auxiliar de policía. Allí dura un año, hace parte de la Policía Ambiental Ecológica, por lo que siempre estuvo en una oficina cubriendo horarios de ocho horas.
Cuando termina el año de auxiliar, la policía le ofrece la oportunidad de seguir su carrera como patrullero. Barrera no duda un segundo en aceptar dicha propuesta, pues su servicio militar había sido muy tranquilo, además, contaba con el apoyo de sus padres.
Para hacer parte de la institución debía hacer un curso de un año en la Escuela Nacional de Carabineros Alfonso López Pumarejo, ubicada en Facatativá, Cundinamarca. Allí tenían clase desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde. Cuando Barrera obtiene el grado de patrullero, es enviado al departamento Arauca, en la frontera con Venezuela. “Por ser de ciudad no me imaginé que había pueblos así, creo que nadie imagina pueblos como los de Arauca”, dice Barrera.
Fortul es uno de los siete municipios de Arauca, durante años, fue considerada una zona especial de orden público. Este municipio limita al norte con Saravena, al sur con Tame, el este con Arauquita, y al oeste con Güicán. Barrera llega a la estación de Policía de Fortul en Arauca.
“Mi concepto de policía para ese momento estaba errado, creía que un policía solo se la pasaba de arriba para abajo en su moto haciendo requisas. Quizá eso es lo que piensan muchos”, sostiene Barrera.
Como era una zona de orden público, todos los días había hostigamientos (acto ejercido sobre un adversario por parte de un grupo armado a efectos de producir un atentado), ya sea a militares o a policías. En ese lugar opera el frente Domingo Laín Sáenz del ELN (Ejército de Liberación Nacional). Cuando el patrullero llevaba apenas seis meses en Fortul, sufre un atentado (ataque dirigido contra una persona o conglomerado a sus derechos o bienes) en el que mueren nueve de sus compañeros.
Ese día, jueves 4 de diciembre de 2008, reportan que hay un cadáver de una mujer cerca al cementerio de Fortul, es decir, a más o menos, kilómetro y medio de la estación de policía. Para confirmar dicha información, el comandante llamó a la alcaldía para hablar con un inspector, pidió que se confirmara el reporte que había llegado a la estación; esto, con el fin de no perder tiempo ni esfuerzo con el despliegue de hombres.
Pasaron quince minutos y recibieron la confirmación por parte del inspector, así que se organizó un grupo de nueve hombres que debían ir a darle solución al caso. En este grupo se encontraba el patrullero Barrera.
“Ese día yo iba saliendo de la estación a subirme en la patrulla. Llevaba mi fusil en las manos. Uno de mis compañeros, que se encontraba barriendo, me detuvo y dijo "Oiga Barrera, déjeme ir a mí, déjeme salir. Yo lo miré y le pregunté si estaba seguro, y él me respondió que sí. Le entregué el fusil, cogí la escoba y comencé a barrer”, narra Barrera.
Para atender el caso, salió primero una moto con un hombre, luego una patrulla con seis más, y para cerrar el despliegue, otra moto con dos uniformados. Pasaron diez minutos y se escuchó un estruendo fuerte: una bomba. Minuto y medio después empezaron a sonar disparos de fusil, y por medio de los radios, pedían apoyo los nueve hombres que minutos antes habían salido de la estación.
Seis minutos después del ataque los nueve hombres dejaron de reportarse por los radios. En la estación había desconcierto. Nadie sabía qué debían hacer ante lo que estaba sucediendo, todos los policías que eran de altos grados se encontraban en medio de la emboscada (táctica consistente en un ataque violento y sorpresivo sobre un elemento adversario que se encuentra en movimiento). Un patrullero que tenía mayor antigüedad en la institución, tomó el liderazgo y organizó una reacción de ocho hombres.
Cada policía se equipó tomando un fusil y un casco, y salieron para tratar de repeler el ataque que estaban sufriendo sus compañeros, pero no contaban con que a la salida de la estación habría más guerrilleros que impidieron su desplazamiento.
Al parecer todo estaba planificado por el frente Domingo Laín Sáenz del ELN, a quienes se les atribuyó el atentado y la muerte de los nueve policías. Ellos sabían que la forma de llegar al cementerio era cruzando por la única vía destapada que había, así que en medio del camino enterraron los explosivos que sirvieron para el aturdimiento de los uniformados, y cuando estos trataron de reaccionar, siete guerrilleros los remataron con disparos de fusil.
Medios de comunicación como la revista Semana y el diario El Tiempo, cubrieron la masacre y compartieron el nombre de los nueve policías que no pasaban los 25 años de edad:
Teniente Javier Edison Gómez Mancillo (Comandante de la estación)
Subintendente Orbi Yesid Hernández Bernal
Subintendente Luis Alberto Zambrano Contreras
Patrullero Wílmer Evelio Parrado Orjuela
Patrullero Andrés Jerónimo Calderón Martínez
Patrullero Nelson Oswaldo García Rozo
Patrullero Darwin David Mogollón Bedoya
Patrullero Wilson Fabián Rivera Cabezas
Patrullero Francisco Rivera Urrutia
Según la revista Semana, se ofrecían 100 millones de pesos a quien proporcionara datos para dar con la captura de los responsables. El diario El Tiempo, por su parte, publicó que habrían sido dos cargas explosivas las que se activaron por medio de un control remoto al paso de los uniformados.
Eran tan solo seis meses los que Barrera llevaba en Fortul, aún le hacían falta tres años y medio para obtener un traslado. Tuvo que realizar patrullajes en conjunto con el ejército, allí se intersectaban y decomisaban cargamentos de contrabando en la frontera con Venezuela.
“Cuando compartes con 30 o 40 hombres todos los días, te conviertes en una familia, y debido a los hostigamientos casi siempre mataban a un policía o a un militar, así que, en ocasiones, jocosamente hablábamos con los militares y nos decíamos: hoy toca que la cuota la pongan ustedes, porque a nosotros ya nos tocó. Creo que después de un tiempo se vuelve costumbre perder a un compañero cada nada, te vuelves frio, pero cuando salía a un patrullaje solo oraba para que ese día no me tocara a mí”, dice Barrera.
Si se acababa el abastecimiento de comida en la estación, organizaban una escuadra de ocho policías para ir a comprar, pero cuando llegaban al pueblo todas las tiendas empezaban a cerrar, porque las personas temían a que los grupos al margen de la ley tomaran represarías contra ellos, como sucedía con cualquier persona que ayudara o tuviera un vínculo con un policía o militar.
Cuando el patrullero cumple los cuatro años en Fortul, es trasladado al departamento de Cundinamarca, en donde su trabajo como policía tuvo algunos cambios. En ese lugar volvió a experimentar la sensación de ir tranquilo a comerse un helado o asistir a una función cinematográfica.
No tiene ninguna afectación física como sucedió con algunos de sus compañeros, pero asegura que esta guerra sí dejó grandes secuelas psicológicas. Sus padres viven en una finca de Melgar, municipio del departamento del Tolima, localizado a 91 kilómetros de Ibagué, capital del departamento. Después de su regreso de Arauca, no ha sido capaz de pasar una sola noche allí, debido a que el silencio del campo le trae malos recuerdos de las noches que vivió en Fortul.
Jorge Alejandro Ramírez, psicólogo e intendente de la policía, comenta que no en todos los casos se lleva a cabo el mismo procedimiento por parte del área de psicología de la policía, ya que se debe tener en cuenta el tipo de afectación que tiene el uniformado. “Se debe realizar un seguimiento para evaluar y conocer cómo es la forma en que la persona está asimilando el evento en el que estuvo involucrado, a partir de esto, se empiezan a realizar actividades con el individuo, y si es necesario, también se brinda compañía a los familiares”, dice Ramírez.
Meses después es trasladado a Bogotá. Llega a la estación de policía de Kennedy. Allí, desde hace dos años, desarrolla labores de patrullaje. Barrera cree que en Bogotá las cosas no son tan sencillas: “Supuestamente el trabajo en la ciudad es más relajado. Pero siento que acá la delincuencia está muy bien organizada”.
Antes de salir al turno de trabajo que les corresponde, deben reclamar su arma en el armerillo (lugar debidamente acondicionado para la recepción, revisión y entrega de armas) de la estación de policía, por medio del reconocimiento del iris (método de autentificación biométrica, que utiliza la técnica de reconocimiento de patrones del iris del ojo de un individuo).
“En una noche de trabajo cualquiera, a la estación llegan a reportarse unos cincuenta casos de personas que solicitan la presencia de la policía. Hurto y agresiones suelen ser las denuncias más repetitivas y prioritarias”, explica Barrera.
Portar el uniforme requiere de un grado de responsabilidad alto, cada patrullero debe responder por lo que suceda en los barrios que le han sido asignados. Deben saber controlar todo tipo de situación, pues muchas veces, les corresponde atender casos de prostitución, drogadicción y excesos de alcohol.
“Cuando uno se pone el uniforme es otro mundo. Te transformas ante la gente. Para algunas personas todos somos corruptos. Con este uniforme se aprende a soportar tensión y generamos una alta dosis de paciencia. Al parecer, no comprenden que también somos seres humanos, que tenemos familia y que este es nuestro trabajo”, dice Barrera.
Jenith Lizarazo es la esposa del patrullero, en varias ocasiones ha tenido que hacer uso del hielo para tratar de desinflamar los golpes que recibe Barrera. Dice que soportar estas situaciones ha sido duro, porque se siente impotente al no poder hacer nada.
Salir de un ambiente en el que se está agitado, haciendo requisas, capturando delincuentes y lidiando con la comunidad, no es tarea fácil. Barrera desarrolló una estrategia que le ha funcionado hasta el momento, “cada que llego del trabajo, imagino que en la entrada de mi casa hay un árbol. Allí siempre cuelgo todos los problemas o altercados que he tenido en la jornada, para no dejar que mi hogar se contamine de esa energía”, confiesa.
Compartir con la familia es reconfortante para él, así que cada que tiene oportunidad, pasa la mayor parte de su tiempo libre con su hijo Jean Paul, de 10 años; con su hija Mia, de 2; y con su esposa Jenith.
German Daza es un patrullero que conoce a Barrera desde que estaban haciendo el curso para ser policías, es decir, desde el año 2007, él asegura que su amigo Iván siempre ha sido un hombre responsable y comprometido con la labor, y, además, una persona divertida y calmada que pocas veces se ve enojado por alguna situación.
A pesar de las circunstancias por las que el patrullero ha tenido que cruzar estando en su trabajo, tiene gran sentido de pertenencia hacia la Policía. Dice que cada día desarrolla su labor con más energía, valor, cariño y pasión por lo que hace. En síntesis, siente que está haciendo algo que vale la pena, por él, pero principalmente, por su familia.
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Esta crónica hace parte del especial "Historias sin uniforme" producido por el CrossmediaLab en asocio con la Policía Metropolitana de Bogotá, a través de su Modelo de Policía para el Posconflicto, que busca contar un puñado de historias que tienen como común denominador: la vida, la reconciliación y el perdón de sus protagonistas.