Redacción: Massiel García
Ilustración: Manuela Martinez Torres
Primero que todo, deben saber que solo soy un humilde narrador que les contará en palabras muy resumidas lo que fue la amistad y hermandad de dos chicas tan diferentes, pero tan iguales al mismo tiempo.
Un collar, un árbol, miles de historias y anécdotas llevaban la marca CyC. Separadas por muchas cosas y juntadas por el destino en la misma pista de patinaje, Carlotta y Cazzú unieron sus caminos por primera vez. En 1939 no solo se encontraban en la Segunda Guerra Mundial, sino también practicando para los Juegos Olímpicos, los cuales fueron cancelados por dicha tragedia.
Una era rubia y baja, la otra morena y alta, no eran muchos centímetros las que la separaban, la primera hija de migrantes italianos y la segunda oriunda de Carolina del sur. Ambas se reunieron en la capital de su país natal, Estados Unidos, con el objetivo de ganar la medalla de oro en patinaje artístico de los Juegos Olímpicos. El sueño de una de ellas, sueño que ambas compartían, se vio truncado por el racismo de la época. Baños distintos para personas distintas, pasillos distintos para personas distintas, oportunidades distintas para personas distintas. Pero ambas se encontraron sobre el mismo hielo. A última hora les notificaron que trabajarían juntas para representar a su país.
Nunca hubo rechazo, todo lo contrario, hubo una conexión instantánea, y aunque los entrenadores exigían conexión entre ambas, les recomendaron no relacionarse, y mucho menos fuera del hielo. Sobre el hielo serían colegas, amigas, símbolo de avance e igualdad; pero fuera de él se vería mal, una chica blanca y una negra.
Su amistad floreció con la lentitud de la planta Cereus, pero esta no pinchaba, ni tampoco era blanca, era multicolor, como es la vida.
Luego de anunciar la cancelación de los juegos olímpicos debido a la segunda guerra, tras un año entero de convivir juntas, tuvieron que tomar rumbos distintos. Sin embargo, las cartas nunca faltaban. Primero Cazzú se casó, luego Carlotta, una tuvo gemelos y la otra una hermosa niña a quien llamo Cazzú en honor a su mejor amiga. Pasaban los años y las postales no faltaban. Cuando ya la memoria les comenzó a fallar se escribían dos cartas más de las usuales. El cabello gris se hizo notar fácilmente.
Pero el mismo lugar que las unió y las separó, las volvió a unir nuevamente; el destino o quizás el de arriba tiene formas curiosas de obrar.
Era una reunión de ex patinadoras, habían algunos rostros familiares, pero ninguno como el de su mejor amiga; ambas se buscaban, pero no se encontraban. Al terminar, y con una melancolía que acongoja el pecho, una de ellas se sentó a observar detalladamente el hielo por el cual alguna vez patinó. La nostalgia le ganó y se colocó muy bien los zapatos, mientras se terminaba de amarrar el último cordón emitiendo gemidos por el dolor de su crujiente espalda, una voz familiar se sentó a su lado.
La alegría les pudo y un gran y largo abrazo no faltó, el testigo de primera fila fueron sus lágrimas. Luego, de no decir ni una sola palabra, se tomaron de la mano y comenzaron a patinar. Automáticamente volvieron a tener 23 años, sin canas, sin dolores de espaldas, solo acompañadas de sonrisas y sueños…
Pero como nada dura para siempre, y menos un instante, ambas tuvieron que regresar a su ciudad, con su familia y nietos; una semana más tarde, una de ellas falleció, y la otra, que en su corazón no cabía más desconsuelo por dicha pérdida, falleció dos semanas más tarde.
Y si algo le agradezco a mi padre es haber enterrado a mi madre junto a su mejor amiga, su única y gran mejor amiga.
